No me importa llegar rápido a mi destino, lo que  me importa es poder leer en el camino

 

En una curiosa ocasión, mientras iba en el camión que me lleva a casa, una señora muy preocupada me comentó que si seguía leyendo en el transporte público se me iban a salir los ojos. Lo dijo de una manera cordial, pero en ese momento pude detectar en su mirada cómo lo que para mí es un acto completamente normal, a ella la tenía al borde del desasosiego. Respetuosamente lancé una sonrisa y bajé mi libro. La señora emprendió una plática que carecía de interés para mí, fue feliz. Bien hecho, seguramente se repetía mentalmente, has salvado la vista de este pobre muchacho.

La única persona que me ha visto manejar un automóvil y al descender no ha lanzado una mirada de desaprobación o un “eres la persona con menos habilidades al volante que he conocido en mi vida”, es mi novia; pero ella, cegada seguramente por el cariño que me tiene, ve la mayoría de mis actos con cierta perfección, o al menos sabe fingir.

Debido a mi falta de pericia (y dinero), he visto mi vida pasar en el transporte público: combis, camiones, taxis y ser usuario de uber, son mi pan de cada día. El tiempo que paso al día dentro de estas máquinas para transportar gente, oscila entre una a dos horas. Ese tiempo es una de las cosas que más disfruto en mi día, no por (alerta de sarcasmo) el excelente servicio que otorga mi ciudad en tema de transporte público, sino que esas horas se han convertido en uno de los pocos momentos de exploración autoanalítica del día.

El transporte público adormece, y genera un ambiente ideal para crear personajes acerca de los distintos y variados rostros que suben y bajan, al ritmo que hace la fuga de aire cada vez que el chofer decide frenar.  Pero más que dormir e imaginar la vida detrás de cada persona, hay algo que realmente me hace disfrutar esos momentos: no me importa llegar tan rápido a mi destino, lo que  me importa es poder leer en el camino. Fue sentado en el transporte público, en esas sillas incomodísimas, donde leí 2666 de Roberto Bolaño, Lolita del siempre genio Nabokov, Los hombres duros no bailan de Norman Mailer. Fue en un camión donde leí The Roominghouse Madrigals, y a pesar de las advertencias de Bukowski seguí leyendo y escribiendo como desquiciado día con día. Fue también ahí, donde una mujer al ver que leía a Juan Rulfo me comentó que Pedro Páramo era un excelente autor, y al darse cuenta de su error se paró avergonzada. Fue en un taxi donde también comenzó mi camino con el sonido de un carro al ser encendido: “my life on the road began when I first met Dean Moriarty”. Ahora, también pueden entender las personas  a las que les he prestado libros, la razón de mis rayones a veces sin dirección, y es que subrayar o escribir una nota con el desplazamiento inusual del camión, necesita de un talento extraño; al igual que leer mientras se va en movimiento, o con poca luz.

Oliverio Girondo escribió 20 poemas para ser leídos en el tranvía, y solo me queda decirle a mi preocupada señora, que prefiero perder los ojos, a perderme ese tipo de genialidades.