No conocía Aguascalientes pero ya la había imaginado; uno puede (re)construir en su mente lugares gracias a novelas, películas y relatos de otros. Así sucedía conmigo. Aguascalientes, la ciudad imaginada. Y no por completo, sólo en pequeños fragmentos de un rompecabezas sin terminar: las chaskafrutas, el calor, los atardeceres, la feria, la Universidad, la Salita París… recuerdos de infancia y añoranzas de quien, estando de visita en la capital, me convencía de visitar la tierra de Guadalupe Posada.

 

A veces los viajes suceden tras unas semanas de cuidadosa planeación, otras simplemente se sabe que es hora… como en esta ocasión. Acordé con Bárbara el fraterno recibimiento, compré un boleto en la central de autobuses del norte e hice mi maleta. 

Fueron tres días de aventura que si bien no son muchos, son material para las reflexiones a continuación expuestas, las de una chilanga/capitalina en “Agüitas”.  

Hidrotermópolis

El encuentro fue de noche. De la central de autobuses al Centro tomé un taxi. La ciudad todavía dormida me recibió tranquila, ligera, sencilla. Encontré a Bárbara aún en pijama. Dormimos un rato más, yo soñé que construíamos juntas una guitarra. 

Y qué te parece Aguascalientes, ¿una ciudad moderna, de avanzada o un pueblo? – Me preguntó su amiga Mary Cruz en la mañana, después de desayunar. Todavía con sueño y sin saber qué contestar, levanté los hombros y sonreí. Ese cuestionamiento, esa inquietud me dio mucha más información de todo lo que yo hubiese podido responder. 

Caminamos por el centro y sus iglesias. La Asunción (que estaba de fiesta), Ave María, Nuestra señora de la Merced: limpias e iluminadas. Las señoras, conocidas, se saludan entre sí; “¿Ya viste lo bonita que está quedando la iglesia de Guadalupe?”, “Ese padre, donde lo ponen, arregla. Ojalá estuviera en San José”. Aquí las iglesias del centro son más de culto que piezas patrimoniales ancladas en la historia, como en mi ciudad. 

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Aguascalientes es una ciudad chiquita contenida por 3 avenidas que en forma circular la delinean del centro a la periferia. Pertenece a esa extraña región llamada El Bajío, donde aún no es desierto pero ya dejó de ser el sur del país, siempre verde. 

A pesar de la aridez que la caracteriza, ésta ciudad lleva en su nombre el líquido que surca su subsuelo y se manifiesta en ojos de agua termal. Acudimos a uno de ellos, oasis en medio del desierto. Baños termales Ojo Caliente, una construcción del siglo XIX donde se rentan tinas de agua por una hora. 

Cada baño tiene número y nombre. Nosotras pedimos el 19, San Lázaro. Llenamos la tina y no sumergimos en 40° de aguas de purificación. Los músculos se relajaron, la piel se renovó y la plática, de a poco llegó al centro: lo que duele y lo que va sanando. 

Aguascalientes tiene una de las tasas más altas de suicidios – comentó Bárbara.

– Quizá es porque existe mucha presión social, todos se conocen – aventuré. 

– Dicen que es el agua, que tiene componentes suicidas – afirmó antes de meter su cabeza en la tina. 

– Ahh, me lo hubieras dicho antes – reí nerviosa. 

En una de sus novelas Saramago escribió que la conversación entre mujeres es lo que sostiene al mundo en su órbita y hoy lo creo más que nunca. Quizá sí lo sabe, estando aquí, a muchos kilómetros de casa, Bárbara me salvó la vida.  

 

Recuerdos del porvenir

Cuenta la leyenda que Aguascalientes era una villa del estado de Zacatecas. Un día que pasó de visita el entonces presidente Antonio López de Santa Anna, los caciques le pidieron que los independizara. Él accedió, pero como le había gustado la esposa del mero mero, pidió a cambio un beso de ella en la mejilla. Y así fue. 

Con voz “cuadrada” y chistes que seguramente había repetido decenas de veces, el guía de un tranvía turístico que nos paseó por el centro, contó éste y otros relatos más. 

Uno que llamó especialmente mi atención fue el del cortejo en el Jardín de San Marcos. Resulta que los días domingo, después de misa, era costumbre que los jóvenes caminaran alrededor de este espacio público: las mujeres hacia un lado y los hombres hacia el otro. Si a un hombre le había gustado una mujer, a la vuelta siguiente le entregaba un ramo de flores, y si el chico en cuestión era de su agrado, ésta las recibía. 

Había escuchado ya una forma parecida de cortejo en la Ciudad de México, leyenda de un pasado en blanco y negro. Cuál fue mi sorpresa al saber que aquí, en Aguascalientes todavía sucedía eso hasta hace 30 años. 

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Supongo que todas las ciudades tienen su dosis de nostalgia, pero ésta la tiene a flor de piel. 

El crecimiento fue rápido, aún existe el recuerdo de cuando toda la ciudad era el centro histórico y más allá sólo campos. Aguascalientes todavía sueña el abolengo, las familias que vivieron aquí por muchos años, los nombres y apellidos, los lugares de reunión y el ferrocarril… las vías, las casas, la estación y los talleres. Memoria impregnada en el día a día. 

Pueblo bicicletero

– Yo tenía un profesor que siempre llegaba tarde a las clases – comenzó a relatar Bárbara, mientras viajábamos en el coche de Alejandro después de beber unos tragos llamados “tamarindos” en el Salón Aguascalientes.  – Un día le preguntamos por qué no era puntual y nos dijo que le gustaba la emoción de llegar tarde porque le hacía sentir vivo – 

– Por supuesto que no, les mintió – dijo Alejandro, después de soltar una carcajada. Yo también reí, no comprendía a qué iba todo esto. 

Bárbara no se inmutó y continuó:

– Así siento que me pasa a mí. Me gusta usar la bicicleta porque me hace sentir viva – concluyó y entonces lo comprendí todo. 

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El regalo más bello que recibí en estos tres días fue el de recorrer Aguascalientes en dos ruedas. Bárbara consiguió una bici extra y nos lanzamos a la aventura: visitar el gran espacio cultural en el que se convirtieron los patios de maniobras del tren (entramos a la biblioteca y al Museo Espacio), mirar las casas californianas donde vivieron los ferrocarrileros extranjeros, comer chaskafrutas, ir a bañarnos a las aguas-calientes, atravesar un puente viejito donde los carros se turnan por segundos para pasar y al final, conocer la magnífica Ciudad Universitaria

Cuando en la noche Alejandro dijo que Bárbara era la reencarnación de un taxista chilango encontré la metáfora adecuada a la experiencia de pedalear a su lado; una constante y divertida exaltación. 

Podría decir que “por suerte no nos atropellaron”, pero las cosas aquí funcionan distinto a mi ciudad; no encontré la normalizada agresividad de los automovilistas estresados después de una hora de tráfico. Quizá sea porque acá son más amables, o quizá sólo es que hay muchos menos carros que en la caótica ciudad de la que provengo. 

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Al llegar a la Ciudad Universitaria, dejamos las bicis en la Biblioteca Central y recorrimos los distintos Centros de la Benemérita Universidad Autónoma de Aguascalientes; orgullo de la ciudad y de sus aguascalentenses e hidrocálidos (estos gentilicios son y no son sinónimos, diferencia que da para otro texto) habitantes

Subimos al solitario jardín botánico, donde corté una naranja que comimos a un costado del recién restaurado estadio. Ahí vimos el poniente de la ciudad en un suave atardecer, con el Cerro del Muerto en el horizonte.

– Ha llovido mucho, por eso todo se ve verde- dijo Bárbara y señaló el panorama, en efecto, lleno de vida cuando el sol estaba a punto de morir. 

Viéndolo así, en ese color, el calentamiento global les sienta bien, pensé. Aguascalientes me pareció distinta a como la imaginé. En esta ocasión, de la mano de mi querida amiga, fue un oasis en medio del desierto