Andar en bici, en ésta y muchas otras ciudades, es resistir. Elegir pedalear en espacios que  fueron diseñados para los autos, donde el peatón apenas tiene un espacio, es un acto de valentía. La constante agresividad que implica trasladarse (entrar al metro en hora pico, ser asaltado en el microbús, aventarle el carro a quien gandallamente se intenta meter en la fila) de casa al trabajo o a la escuela  se cuela en nuestras costumbres; quien elige usar la bici aprende a nadar en la violencia inminente de la calle. No es cosa fácil, la vida misma está en juego.

Cuando comencé a usar la bicicleta en este contexto alguien cercano me regaló un chaleco fosforescente (que perteneció a su tío albañil) y me dijo “te formarás carácter”. Comprendí la premonición días después, cuando me sorprendí a mí misma gritándole a los autos que bajo su privilegio minimizan tu existencia: “fíjate wey”, “cabrón” o “pendejo” (léase en masculino, porque, como sabemos, los conductores son en su mayoría hombres).

No sé si me formé carácter o si conocí una voz que habita dentro de mí, pero me agradó el hecho de no quedarme callada, de “decirles sus verdades”. También el sentir que de alguna forma, al usar la bicicleta en lugares no-centrales,  me apropio del espacio público, aquél que por tanto tiempo ha pertenecido a la comodidad de los autos.

Usar la bicicleta es resistir a una ciudad de autos pero también a un mundo hecho por hombres. Si ser ciclista es riesgoso, ser mujer aumenta la sensación de peligro, sobre todo por las noches. Cuántas veces he escuchado advertencias, prohibiciones de mis padres, comentarios que intentan ser protectores pero que coartan la libertad, nuestra libertad de hacer lo que nos gusta sin que carguemos con la responsabilidad de “ponernos en riesgo”.

Si viera a más mujeres usando la bicicleta por las noches, me sentiría acompañada. Pero es muy raro que suceda. Escondo mi cabello largo en el sueter para parecer uno de ellos, para que no me pase nada.

No se crea tampoco que usar la bici implica defenderse todo el tiempo. Es, me atrevería a decir, una lucha placentera. La apropiación del espacio implícita en esta actividad va más allá del hecho de ocupar un carril: se trata de una forma distinta de vivir la ciudad. Al poner todos los sentidos atentos al viaje (en principio por seguridad), es posible conocer aspectos de la ciudad que pasan desapercibidos si vamos en metro o en coche.

Los baches (la profundidad, la forma, las texturas) del pavimento, la música de los negocios, los olores, la frescura cuando se pasa frente a un parque, el frío de la lluvia… Aventurarse por nuevas rutas, por donde no pasa la micro, encontrar atajos, hacer amigos.

El tiempo en el que se usa este medio de transporte es posibilidad de introspección. Pensar en la ciudad y en una misma. Entre las muchas reflexiones que las horas de viaje me han dejado se encuentra una que ha rondado por mi cabeza y hoy, el Día Mundial de la Bicicleta, quiero plasmar aquí.

El feminismo (en mi caso, mis amigas feministas*) nos hace consientes que vivimos en un mundo hecho por hombres. La ciudad y la forma en que viajamos en ella no están exentas. ¿Quiénes manejan los autos? ¿Quiénes diseñaron las calles? ¿Quiénes han hecho las políticas de movilidad por décadas? Hombres. Es normal por ende, que para ellos sea más fácil moverse en este lugar que para nosotras.

Pero, ¿y si damos la vuelta a la tuerca? ¿Si imaginamos un mundo hecho por nosotras? ¿Cómo sería transitar las calles si fuéramos mujeres quienes diseñamos el sistema? ¿Si los autos fueran conducidos en su mayoría por mujeres? ¿Sería más amable el mundo? Yo apuesto a que sí y pensar en esta posibilidad un poco utópica, un poco real, apenas una ventana para soñar en otras posibilidades me da esperanza para seguir pedaleando, que en este contexto es también seguir luchando.  

 

 

*Inspirada en Xóchitl Rivera Beltrán y sus reflexiones lesbofeministas

Fotos: Brenda Martínez y Susana Colin