De la misma forma en que un político o líder está obligado a no divorciar sus palabras de sus acciones, un civil no debe, bajo ninguna circunstancia, alejar a la razón de la emoción

Se dice que las acciones dicen más que mil palabras. Sin embargo, casarse con esta idea es desconocer el irrefutable poder de la palabra, sobre todo cuando se trata de liderar movimientos, de inspirar emoción o miedo, de gobernar, o de ganar una elección.

Desde Jesús hasta Barack Obama, pasando por Hitler y Martin Luther King no ha habido en la historia de la humanidad un solo líder que haya generado un impacto real sin el apoyo de un buen discurso. Y a pesar de que esto no es una novedad, lo que sí es diferente, y en ocasiones preocupante, es el casi omnipotente y unánime impacto que generan en la sociedad actual las palabras correctas en los momentos adecuados.

Un líder que conoce el poder de su discurso siempre buscará conectar con su público y nunca lo hará bajo el único amparo de la razón. En ocasiones, ni siquiera la necesita. Es suficiente hacerle creer que comparten, no una historia, sino un sentimiento. La emoción es la responsable de que un discurso funcione. Es así que un buen líder genera empatía a través de su discurso, y es esta capacidad de proyectarla la que moldea el carácter del receptor y lo lleva a la acción.

¿Somos capaces de razonar y de juzgar a un líder por sus ideales, su historia y sus planes, más allá de su discurso? Por supuesto que sí. Sin embargo, en una época donde todo es automático e instantáneo, es mucho más fácil construir una opinión basada en la emoción -propia o producto de un trending topic en redes sociales, que aprovechar la exorbitante cantidad de información disponible para formar un juicio crítico sobre lo que más conviene a cada persona.

Para muestra, Oprah Winfrey. Sin el afán de emitir un juicio a favor o en contra de sus posibles aspiraciones políticas, su afamada participación en la antesala de los Golden Globes dejó claro que la generación de Twitter está dispuesta a dejar el futuro de sus naciones en manos de quien sea capaz de hacerla sentir.  

 

Winfrey, quien siempre ha sabido ganarse el agrado de la gente, no se conformó con hablar sobre el tema de la noche, se adueñó de él. Llevó a todo el público -hombres y mujeres- a sentir el hartazgo de miles de mujeres a lo largo de la historia, quienes han tenido que sobrellevar el acoso sexual como parte de su vida diaria y de su carrera profesional. Supo llevar a los reflectores un tema que ningún político se ha atrevido a manejar con la seriedad y empatía que ella empleó. Y así, un discurso fue suficiente para que el pueblo estadounidense prácticamente le rogara lanzar una carrera política hacia la presidencia del país.

Las palabras -ajenas o propias- guían a las acciones y, en gran parte, estas últimas no se materializarían sin el impulso, la motivación o el miedo que generan las primeras. Es por eso que la palabra pública es la columna vertebral de la política nacional e internacional.

Sin las palabras -alentadoras, informativas o incluso de protocolo- de nuestros líderes, sería prácticamente imposible generar acciones concretas en la sociedad, pero para que esa columna vertebral tenga sentido, necesita a su vez de acciones que la soporten, y, sobre todo, de mentes razonables que sean capaces de enjuiciarlas.

Éste es el objetivo último del discurso, y sólo se alcanza cuando el orador y el receptor cumplen con su parte. Es una responsabilidad compartida. Así, de la misma forma en que un político o líder está obligado a no divorciar sus palabras de sus acciones, un civil no debe, bajo ninguna circunstancia, alejar a la razón de la emoción.

Es responsabilidad de quien escucha un discurso saber recibirlo: escucharlo, comprenderlo, razonarlo, e imparcialmente enjuiciarlo, no quitar el nombre y apellido de quien lo emite; principalmente, cuando se trata de tomar decisiones, y más aun, si éstas implican elegir a un líder. Los buenos discursos se viven y se disfrutan, no obstante, hay que saber distinguir un buen discurso de un buen líder.

Benito Mussolini -otro gran orador- decía que la palabra debe variarse constantemente. Sostenía que a la multitud hay que hablarle poderosamente; con lógica a una asamblea; y familiarmente a grupos pequeños. El insistía en que ése es el error de muchos políticos: emplear siempre el mismo tono. Ahora bien, nosotros como receptores de discursos políticos, debemos emplear siempre una misma regla: la razón. Sólo así el discurso se completa y el efecto de las palabras se vuelve cosa de dos.