La primera persona con la que pude hablar español viviendo en Francia fue con M. M, trabaja como niñera, igual que yo, y nos encontramos un día a la salida de la escuela; fue mediante ella que conocí a Charly y a Luisa, todos ellos exiliados venezolanos.

El domingo pasado, Charly y Luisa me invitaron a comer a su casa, y yo; como buena mexicana, nunca me refuso cuando me invitan a algo, y mucho menos cuando es a comer. Charly y Luisa en realidad no se llaman así, pero me tomo la libertad de ponerles estos nombres pensando en cuidar un poco su identidad.  Están casados, tienen un hijo, David, de 9 años. Viven en un pueblo conurbado del norte de Francia.

Ese domingo era la segunda o la tercera vez que los veía. Sentía, sin embargo, que ya sabía bastante de ellos. Quizá sea porque la primera vez que los conocí, Charly se sentó a un lado de mí en la mesa, y empezó a platicarme la historia de su vida. Así como Forrest Gump, pero sin la caja de chocolates. Ni siquiera tuve que hacer una sola pregunta. Ya sabía un poco de lo que está pasando en Venezuela y de lo insostenible que es vivir allá. Me habían platicado un poco, y otro tanto lo sabía de las noticias y redes sociales, que si Nicolás Maduro hace lo que se le venga en gana, que si Juan Guaidó, que si el salario mínimo es una miseria…

Aquel domingo estaban estrenando un coche nuevo. Un viejo renault que les habían vendido en 600 euros a un plazo de 6 meses sin intereses y sin un contrato escrito para pagarlo. Se los vendieron así nomás, de buena voluntad así como se acostumbraban hacer las cosas antes, de pura palabra. Dadas las condiciones del auto prácticamente se los habían regalado, 600 euros, 13 mil pesos mexicanos por un coche es en verdad un regalo del cielo. Luisa bromeó al principio y me dijo que me llevaban por si el coche los dejaba botados por ahí y tener un par de manos extras para poder empujar. Ya le habían cambiado la batería del coche.

No tenía pensado aquel día ir a su casa, pero en cuanto me lo propuso Luisa, no dudé ni por un segundo en aceptar. Me pareció a mí como mi propio regalo del cielo, justo porque cinco segundos antes de que me lo preguntara, estaba pensando en lo interesante que sería conocer su casa y en alguna estratagema para poder conocerlos sin que sintieran que soy demasiado freaky; y también porque disfruto como pocas cosas en esta vida conocer casas ajenas. No me acuerdo si de niña también era así de metiche, o si fue un placer que se me fue desarrollando durante la adultez, en fin.

Como fue una invitación un tanto improvisada, Luisa me advirtió que solo tenían carne molida en el refri. Le dije que por mí estaba bien.

Le pregunté a Charly si tenía experiencia manejando

-Pues claro chama- me respondió, – en Venezuela.

Nos perdimos. Luisa activo el google maps en su celular, lo tenía configurado en francés. En la parte de atrás íbamos David y yo. Aunque David tiene solo 9 años, como buen hijo único parece más grande. Tiene unas ojeras que de seguro no se le quitan ni con una semana de sueño ininterrumpido. Se la pasó todo el camino regañando a su papá porque iba demasiado rápido.

No aceleres tanto, decía, te vas a quedar sin gasolina.

Yo traté de calmarlo un poco diciéndole que el coche era de diesel, y que el diesel era más barato que la gasolina.

-Eso es cierto-le dijo Charly.

Luisa y Charly viven en un departamento prestado (otro regalo del cielo) por una asociación civil que protege los derechos de los inmigrantes. El departamento está en el último piso de un edificio. Charly lleva dos años viviendo en el país, Luisa y David, uno.

Comparten el departamento con Samira (su nombre también es inventado, en realidad porque no recuerdo el verdadero) una chica africana. Se comunican en lenguaje de señas, Samira al parecer habla un poco de francés, ellos casi nada. David es el que mejor sabe de los tres, en todo caso.

Con la carne molida Luisa hizo un spaguetti a la bolognesa. Charly le puso catsup, me dijo que para los franceses y los italianos eso sería un pecado.

Después de la comida, David me enseñó su cuaderno de la escuela en el que tenía unas llavecitas todas de color verde. Sacar verde en Francia, es como tener un 10, una estrellita. Luisa me dijo orgullosa que David es de los mejores de su clase, con todo y que solo tiene un año de saber hablar francés.

-No le podemos exigir más- me dijo Luisa.

David va a la escuela pública que queda a solo dos cuadras de su casa. Lo protegen las leyes francesas que dicen que todos lxs niñxs tienen el derecho de estudiar sin importar de quién sean hijos, de inmigrantes, de empresarios, de indocumentados.

Charly consiguió su titre de séjour como refugiado político y por la cantidad máxima de años (10), otro regalo del cielo.

-Tenía pocas probabilidades de que me la dieran, pero aun así lo intenté, me dijo Charly.

-Pero ¿qué es lo que está pasando en Venezuela?- me animé ingenuamente a preguntar.

Antes de vivir en Francia, Charly vivió en Perú, donde conoció a unas personas que le dijeron que de Venezuela a Perú no había mucha diferencia, que él veía las cosas mejor porque en Venezuela estaban las cosas del pico, pero que si en verdad quería juntar dinero para sacar a su familia, tenía que irse a otro lugar. Tres meses después estas personas le mandaron los boletos de avión Lima-París.

Fue ahí cuando su vida en verdad empezó a cambiar.

No todo ha sido miel sobre hojuelas, seguramente, y aunque son las personas con más suerte que he conocido en mi vida, sé que también se las han visto negras. No es fácil vivir lejos de casa y de la familia, sobre todo cuando las cosas no marchan bien en sus respectivos terruños y tiene uno la impotencia de saber que las cosas van de mal a peor y que no pueden hacer nada, que lo mejor que pudieron haber hecho fue salirse de casa, aunque hayan dejado a sus gentes atrás, aunque no puedan regresar.

Es así como sin exigir nada, quizá sin querer nada, lo tienen todo; o tienen por lo menos muchas cosas más que otros exiliados no pueden aspirar a tener.

-No tiene precio, Bárbara- me dijo Charly casi al final de la tarde – el caminar seguro por las calles, con la certeza de que vas a regresar a casa, no como en nuestros países.

Al final me dejaron en su coche en la estación de metro más cercana, y me explicaron con punto y coma como regresar a su casa.

Yo me quedé pensando en la voz de David que regañaba de nuevo a su padre.

-No aceleres tanto, que te quedas sin gasolina

Me pregunté si yo también cuando tenía 9 años me preocupaba por la gasolina. Probablemente no, no lo recuerdo.

A pesar de todo siguen siendo personas privilegiadas; y David tiene suerte de que ahora su preocupación máxima sea la gasolina.

Qué suerte tienen– les dije.

No es suerte Bárbara, es Dios– me contestaron.