Autora: Erika Berenice Reséndiz Franco

Aquel sábado Julieta veía su programa favorito, cuando se apagó la luz. Notó que sólo se había ido en su departamento porque la música del edificio de enfrente nunca dejó de sonar. Fue entonces cuando decidió salir a revisar los fusibles. Ella había aprendido a hacer cosas que regularmente hacen los hombres, su padre la educó diferente, ella podía vivir sola. A su padre le tranquilizaba enseñarle todo lo que pudiera ayudarle a sobrevivir sola. Él siempre supo que moriría joven y enseñarle a su hija a cambiar un foco, una llanta, poner una repisa o cambiar fusibles, lo mantenía tranquilo. Y sí, esa noche Julieta utilizó lo aprendido de su padre.

Salió a examinar los fusibles que estaban debajo de las escaleras. Utilizó la lámpara de su teléfono porque tampoco había luz en el pasillo. De pronto, escuchó un portazo. Un impulso la hizo apagar el celular de inmediato y escuchó los pasos bajando la escalera, eran tacones. Sonó el teléfono de la mujer que bajaba y sólo alcanzó a escuchar:

—Sí, lo hice; pero algo salió mal, me dijiste que estaba solo y no era así, había un gato… No, eso no lo voy a hacer. Yo no le hago daño a los animales y menos a un gato. El trato lo cumplí, lo demás no es mi problema. Espero el depósito. Me están esperando. ¡Adiós!

Julieta supo que algo no estaba bien, la mujer salió y un auto la esperaba. Volvió a encender la luz de su celular, en cuanto alumbró la caja de fusibles notó que solo dos switch se encontraban abajo, el suyo y el de su vecino, Don Lorenzo, un hombre de 60 años un tanto ermitaño. En tres años que llevaba viviendo ahí, cuando se encontraban sólo se dan el saludo correspondiente, sin siquiera verse.

En cuanto subió las palancas, se encendieron las luces del pasillo, las escaleras y su apartamento. Cuando miró hacia arriba, notó que la puerta de Don Lorenzo se encontraba abierta, situación que le pareció extraña. Su vecino nunca dejaba su puerta abierta, ni cuando se encontraba en casa o hacía calor. Decidió subir, pero conforme se acercaba un escalofrío le recorría por todo el cuerpo, como si un presentimiento oscuro la invadiera. Comenzó a gritarle:

—¡Don Lorenzo! ¡Don Lorenzo!

No recibió respuesta. Cuando llegó a la puerta, observó que en la manija había sangre. Sintió un dolor en el estómago que la paralizó, vio pasar a Don Gato, la mascota de su vecino, que iba de la cocina hacia la sala dejando huellas, mientras caminaba, de lo que aparentaba ser sangre.

Julieta volvió a sentir cómo su cuerpo se paralizaba, se sentía fría y con un miedo que le gritaba ¡corre! Pero la curiosidad y el no obtener respuesta le dieron valor para seguir. Volvió a dar un último grito antes de dar un paso adentro. Para ese momento, sus latidos eran más fuertes que la música del edificio de enfrente. Intentó tomar detalle de todo lo que veía, el gato ya estaba sobre el sillón mediano de la sala, lamiéndose las patas. Cuando quedó a la altura de la cocina vio lo que parecía un charco de sangre. Salió corriendo. Bajó las escaleras a una velocidad infernal y se metió a su departamento temblando de miedo, sin saber qué hacer. Pensó en llamar a la policía, sin embargo, haber estado dentro le hizo sentir insegura y aunque no había tocado nada, pensó que podían involucrarla. Uno de sus peores temores era la cárcel. Lo único que atinó a hacer fue encerrarse y meterse a su cama. Intentó dormir, pero escuchaba ruidos en el departamento de Don Lorenzo. Más de una vez pensó en volver a subir, pero el miedo ya reinaba en ella. No se dio cuenta del momento en que se quedó dormida, hasta que un fuerte ruido la hizo despertar con un sobresalto, volteó a ver la hora: 3:00 a.m.

Comenzó a escuchar pasos, eran dos o tres personas. Se asomó por la ventana, creyó que tal vez era la policía. Le aterró darse cuenta de que la calle estaba vacía. En donde vivía, solían pasar autos a toda hora, pero esa noche estaba especialmente sola. La impaciencia le hacía pensar en regresar a la cama, pero el ruido en la casa de Don Lorenzo y la curiosidad, que en realidad se estaba convirtiendo en necesidad, la hizo dirigirse a la puerta y detenerse ahí por un largo tiempo, con la luz apagada y tratando de ver hacia el pasillo. Nada pasaba, hasta que escuchó un portazo que la hizo sobresaltarse y golpearse con su puerta. Cuando volvió a revisar la mirilla uno de los hombres que bajaba se acercó como si supiera que había alguien del otro lado, la hizo brincar hacia atrás, casi gritó, pero el miedo la tenía paralizada. Dejó pasar un tiempo, no se animaba a volver a ver qué pasaba afuera. Se imaginó mil cosas, las más aterradoras. En realidad, su imaginación iba más allá de lo que realmente estaba sucediendo. Su cuerpo empezó a experimentar las más raras sensaciones, escalofríos, sudoración, temblaba sin control, pensó en salir corriendo ahora de su propio departamento, pero sabía que estaba atrapada. Le angustiaba pensar que en cualquier momento alguien entraría, sintió las lágrimas mojar su rostro. Ni siquiera se percató del momento exacto en que surgió su llanto, su pecho estaba a punto de explotarle de tantas emociones que tenía atrapadas.

El reloj seguía su curso, no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, sin embargo, para ella sólo habían pasado unos cuantos minutos. A lo lejos, se escuchaba un canto de borrachos sin ton ni son, se asomó por la ventana para intentar pedirles ayuda, pero no los vio, era como si se tratara de fantasmas muy escandalosos. Notó  que el cielo estaba más oscuro, entonces entendió que pronto amanecería… Su padre también le explicó ese fenómeno, solía decirle que los problemas eran cómo las noches, siempre duraban lo mismo, aunque podían parecer más largas o más cortas según las circunstancias, y siempre antes de amanecer el cielo es más oscuro. Se dirigió a su recámara para mirar la hora, en el buró derecho tenía un reloj despertador, el único de la casa. No le gustaban los relojes. Nunca le gustó ver pasar las horas, hasta esa noche. La hora marcaba las 5:03. Se sentía muy cansada, pero mientras su cuerpo parecía no querer descansar, su mente sólo quería bajar el switch, quería dormir y dejar de pensar. En ese momento un estruendoso ruido se originó en el piso de Don Lorenzo, los muebles se movían o tal vez los aventaban, los más pesados los volteaban. Se tiró a la cama e intentó taparse los oídos, pero el ruido era tan fuerte que penetraba las almohadas. Empezó a seguir los pasos a través del departamento, iban de la recámara a la sala, luego a la cocina, al baño y a la terraza, luego al estudio y de nuevo al baño, empezaba a volverse loca con tantos pasos, que casi sentía estaban en su propia casa. De pronto, sin más, se dejó de escuchar ruido, nada, ni un paso, ni cantos a lo lejos, ni Don Gato maullando, nada. Ahora el silencio le inquietaba. Se fue una vez más hacia la puerta, ojeó por la mirilla, como queriendo traspasar la puerta. Estaba por darse la vuelta, cuando se volvió a escuchar el portazo y de pronto bajaron una mujer morena, de cabello largo, negro y chino, con los mismos tacones que en la noche, atrás de ella un señor, rondando los 60 años, gordo, casi sin pelo, se veía sucio, detrás de él otro hombre, muy atractivo, tal vez 40 años, alto de cabello negro hasta el hombro y relamido, una barba teñida de canas, ataviado con un traje negro que parecía muy costoso. El hombre pasó junto a la puerta de Julieta, volteó y fue como si la hubiera visto a los ojos, a ella se le doblaron las piernas y se quedó ahí, tirada hasta que la luz del sol la hizo reaccionar, pensó en Don Lorenzo. Se armó de valor para subir a verlo, abrió la puerta, subió lentamente las escaleras y cuando llegó a la puerta de su vecino, él abrió haciéndole pegar un grito, sonriente, la saludó como nunca, Julieta se quedó atónita, petrificada, mientras Don Gato pasaba entre sus pies. Titubeante le preguntó si se encontraba bien, él sin dejar de sonreír le dijo:  —estoy mejor que nunca; tuve un sueño extrañísimo en el que, por cierto, usted también aparecía, pero nada sólo hice un trato con el mismísimo Satán, para seguir viviendo, ¡vaya que sueños! Que tenga buen día vecina— y bajó por las escaleras mientras Don Gato, que bajaba junto a él, no dejaba de mirarla.

 

Fotos: Brenda Martínez Carrera

Modelo: Jessica Chaparro