“Me llamo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados maternos y paternos, como si fuera el vástago de un racimo de plátanos. Y aunque siento preferencia por el verbo arracimar me hubiera gustado un nombre más sencillo. En la familia Pérez Rulfo no hubo mucha paz, todos morían a la edad de treinta y tres años y todos eran asesinados por la espalda” estas son palabras de Juan Rulfo en una de sus más conocidas entrevistas. Pero Juan Rulfo es uno de esos personajes que no necesitan una presentación tan extensa. Todos hemos leído sus libros o al menos los hemos escuchado: El llano en llamas y Pedro Páramo, dos obras que por su calidad narrativa y sus historias emblemáticas, fueron suficiente para consolidarse como un referente de la literatura mexicana y latinoamericana. Son piezas fundamentales de las letras en lengua española del siglo XX.

De ahí que, aunque todos hemos escuchado de la faceta literaria de Juan Rulfo, muy pocos conocen el alter ego fotográfico de este gran artista. No sé sabe con certeza qué fue primero en él, si la fotografía o la escritura, pero, dadas las fechas de algunos de sus autorretratos en comparación con la publicación de sus libros, me alentaría a pensar que la cámara fotográfica lo conquistó antes que la pluma. Un encuentro fabuloso de talentos que Rulfo mantenía paralelamente, con una calidad impresionante.

Muchas de sus fotografías parecen paisajes nacidos de sus libros, desiertos interminables y polvosos, caminantes misteriosos, indígenas en medio de la nada, cactáceas que se aferran a la vida en páramos inhóspitos. Todas estas son imágenes que conforman el imaginario de su literatura. La simetría entre los paisajes de sus fotografías y los paisajes relatados en sus libros nos hablan de un creador influenciado por su tierra y su experiencia recorriéndola. El carácter aventurero de Rulfo durante su juventud lo llevo a conocer a pie y en primera persona todos estos lugares. Una tierra ingrata con los que la habitan, donde no abunda la vida, donde la agricultura es difícil porque las semillas se secan antes de ser cultivadas.

Esto es, siendo geográficamente más precisos,  la región del México Central, una parte de su natal estado de Jalisco. Una región custodiada por la Sierra Madre Oriental y la Sierra Madre Occidental, que lo priva del humedad del Golfo de México y del Océano Pacífico, respectivamente. Dos cordilleras, que son la espina dorsal del país y que al mismo tiempo son murallas de más de dos mil metros de altura, que bloquean el paso de las nubes y su agua viajera. Una tierra donde no llueve si no es porque en las costas hay un huracán que se aproxima.

 

Esta es la tierra donde Rulfo vivía y donde disfrutaba recorrer sin cansancio montañas y planicies. Un territorio extenso que lo influenciaría, un territorio que posteriormente seria la base real de sus cuentos y su novela. La cámara lo acompañó como un testigo de aquellos recorridos, esas imágenes serían la evidencia de los lugares que el escritor ya tenían en mente para ser plasmadas en las inolvidables  paginas de sus libros.

En su fotografía nunca veremos selvas despampanantes ni mares incalculables, sólo la belleza poética de los llanos que se extienden de manera interminable hasta donde alcanza la vista. Las imágenes arden, están llenas de sol, como si nunca se acabara la energía que calienta y seca la tierra. Sus fotografías son lo más cercano a una traducción visual de los paisajes de sus obras literarias.

Anexo un link  en el que podrán acceder a una breve pero sustanciosa galería de su obra: https://elpais.com/elpais/2011/04/04/album/1301905017_910215.html#foto_gal_4

 

Por motivos de derechos de autor no reproducimos aquí las fotografías de Juan Rulfo. Las obras que aparecen son de la autoría de Daniel Eudave Santos.