Quizá sea obvio señalar que con el paso del tiempo cambia la perspectiva con la que uno se acerca a la música, pero es cierto: volver a escuchar es reencontrar, recobrar.

Texto: Rodrígo Farías Bárcenas
Fotografías: Humberto García

Al comenzar la Semana Mayor en abril de 2019 volví a Jesucristo Superestrella, después de no haberlo hecho durante más de cuarenta años, desde que escuché ese álbum por última vez en Vibraciones, legendario programa radiofónico de los años setenta en la Ciudad de México. Conocía los dos discos que abarca el concepto creado por Andrew Lloyd Webber y Tim Rice sólo por aquellas transmisiones, o sea que recién los puse en mi tornamesa por primera vez. Ocurrió por pura casualidad, precisamente el Domingo de Ramos, luego de comprarlos en un puesto callejero, sin imaginar el rumbo por el que me llevaría la audición. 

La verdad es que antes no me había sentido atraído lo suficiente como para comprar esos elepés. Así pasó el tiempo hasta que volví a toparme con ellos y tuve la fortuna de reconocerlos, lo mismo es decir: redescubrirlos. En ese lapso conocí las versiones producidas en Estados Unidos, México y España, pero no dejaron huella en mí. En cambio, al escuchar ahora la producción original inglesa mi experiencia fue muy distinta. El recuerdo que tenía de ella era muy vago y había ignorado que se trata de una gran producción. ¿Cómo fue que me la perdí durante tanto tiempo?

Quizá a mediados de los setenta, cuando yo tenía diecisiete años, carecía del interés que se necesita para comprender un proyecto como Jesucristo Superestrella, próximo a cumplir cincuenta años de haber nacido y de seguir vigente.

En esa época estaba muy afiliado al rock pesado y desconfiaba de todo aquello que estuviera relacionado con un boom comercial – el caso que nos ocupa lo está, pero eso no lo demerita-, así que le puse atención a otra música y ese álbum quedó atrás.

 

No me ocupé de él ni como parte de mi ejercicio en el periodismo cultural. Escucharlo ahora me ha permitido apreciar su calidad y de paso notar con extrañeza que esté ausente en las listas de los mejores trabajos discográficos en la historia del rock, a las que son tan afectas las publicaciones musicales. 

Antes de redescubrir Jesucristo Superestrella había pasado por alto que sus autores eran apenas unos veinteañeros, y que pese a su juventud demostraron una visión enorme como compositores y productores, compartiendo así un rasgo generacional: la osadía creativa.

La obra surgió en uno de los periodos más arriesgados productiva y socialmente en la historia del rock. Andrew Lloyd Webber y Tim Rice –autores de música y textos, en ese orden- se basaron libremente en los evangelios, abordando los últimos días en la vida de Jesús de Nazaret. 

Con tal de comprender la atracción que me produjo la sorpresiva escucha, revisé algo de la información disponible.

Advertí en los creadores una actitud bizarra, pues ubican la figura de Jesús en el contexto contracultural de fines de los sesenta y principios de los setenta, cuando en Estados Unidos el poder establecido (The powers that be) aplicaba todo su fuerza para combatir los movimientos  de protesta. El inmisericorde afán de Judas por acabar con el peligroso de Jesús puede entenderse como una metáfora de ese conflicto.

Para ese entonces el rock ya era un fenómeno de masas en el que se reproducían manifestaciones similares a las que tienen lugar en los cultos religiosos, como la admiración o veneración de sus estrellas. Jesucristo Superestrella es un título que refleja esa condición de forma ambigua, en sentido irónico o como una apología de tipo publicitario.

Vale mencionar, por si alguna duda hay, que se trata de un álbum conceptual porque no es una mera colección de canciones, sino un trabajo estructurado en su totalidad a partir del tema elegido. Salió originalmente con el sello inglés Decca, en 1970, mientras que en México lo hizo circular la marca Orfeón. En Estados Unidos tuvo tal impacto que se convirtió en una obra muy influyente, primero generó una serie de conciertos y luego originó una exitosa puesta en escena en Nueva York (Broadway, 1971).

También se puso en Londres (West End, 1972), después Norman Jewison dirigió su famosa película (1973), y desde entonces ha tenido lugar una imparable cadena de reproducciones en teatros de diversos países. Se espera que en 2019 sea repuesta en México, con exponentes de la música pop. Andrew Lloyd Webber y Tim Rice contribuyeron a consolidar la noción de álbum conceptual y cultivaron una veta que pasó a ser su sello de identidad: los musicales.

Otro aspecto que otrora no capté como debiera y que en este reencuentro musical me dejó asombrado, es la grandiosa y magnífica expresión de todo el trabajo. Es el resultado de la cabal  sincronía entre textos y música -combinación de cautivantes melodías, arreglos orquestales, coros, banda de rock. Ian Gillan encarna a Jesucristo, Murray Head es Judas, Yvonne Elliman interpreta a María Magdalena y Barry Dennen tiene el papel de Poncio Pilatos. Son cuatro de los principales personajes que, como el resto del elenco, hacen un excelente trabajo en las voces.

También hay que destacar el nombre de algunos músicos que aportaron el fundamento roquero, con una interpretación flexible y al mismo tiempo de consistencia enérgica e inquebrantable. Ellos son: Alan Spenner (bajo), Bruce Rowland (batería), Chris Spedding (guitarra) y Neil Hubbard (guitarra), entre otros.

La elección de los participantes tuvo el acierto de reunir a músicos que formaban parte de grupos notables. Lograron crear una textura de música y canto plena de contrastes en intensidad y sutilezas emocionales, muy pertinente con el dramatismo que requieren los pasajes consignados.

Para tener una idea del súper grupo que se armó, cito los nombres de las bandas de procedencia, notables en la onda pesada y progresiva: Deep Purple, Nucleus, Quatermass, Juicy Lucy, Aynsley Dunbar Retaliation, Plastic Penny, Merseybeats, Manfred Mann, Gracious, Fairport Convention, The Grease Band (de Joe Cocker), The Big Three, y los cantantes Lord Sutch y Gary Glitter.

Con toda esa armazón, se entiende porqué la original Jesucristo Superestrella  ha permanecido como una de las principales obras conceptuales surgidas en el rock, insuperable comparada con otras versiones producidas en los contextos cinematográficos o teatrales. A partir de ella, Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, se convirtieron en un referente de lo que es posible lograr cuando se hace una lectura certera de la época en curso, sumada al compromiso, disciplina en el trabajo y el esfuerzo colectivo de una producción, factores de los que depende el mentado éxito. La importancia de ambos en el campo de las artes escénicas es inmensa, y en particular la de Lloyd Weber, hoy de 71 años. No entro en detalles respecto a esas trayectorias porque ese es tema aparte.

Quizá sea obvio señalar que con el paso del tiempo cambia la perspectiva con la que uno se acerca a la música, pero es cierto: volver a escuchar es reencontrar, recobrar. Va implícito en ello una disposición abierta, a captar de otro modo, dándole lugar al sentimiento y a la experiencia.

¡Qué emoción tan extraña tuve al recorrer los surcos! Mientras los discos daban vuelta, me parecía que estaba escuchando algo ajeno y familiar al mismo tiempo, resultándome por eso aún más fascinante la audición. Iba dándome cuenta de que estaba redescubriendo un trabajo que daba por conocido porque hacía años lo habían transmitido por radio. Antes de ser un producto discográfico Jesucristo Superestrella fue una obra concebida originalmente para este medio. Por eso no hay que olvidar que Vibraciones fue el único programa de la capital donde pasaban el álbum en su totalidad, como si fuera un radioteatro, anticipándose al boom que desató en todo el mundo.

Rodrigo Farías Bárcenas

La frase “Ars longa, vita brevis” se le atribuye a Hipócrates, el padre de la medicina. Algunos la traducen como: “El arte es largo, la vida es breve”, pero es preferible esta otra versión: “El arte perdura, la vida es breve”. La frase completa dice así: “La vida es breve, el arte perdura; la ocasión, fugaz; la experiencia, confusa; el juicio, difícil.” Estas palabras para mí significan que, a través del conocimiento y la cultura, podemos trascender los límites que el tiempo impone a nuestra existencia . Es un aforismo básico que da sentido al trabajo que realizo en el campo de la comunicación. (Ciudad de México, 1958).