La privación de la verdad acerca del paradero de una víctima de desaparición forzada acarrea una forma de trato cruel e inhumano para los familiares cercanos
En alguna ocasión escuché decir a un profesor de la carrera algo como: “El Derecho abarca todos los aspectos de la sociedad humana” lo cual me hizo reflexionar profundamente al respecto ¿qué tan cierto es? Indiscutiblemente, el Derecho regula todas las etapas de la vida humana, desde el nacimiento hasta la muerte, y establece un sinfín de derechos desprendidos de la condición social del ser humano, tanto individuales como colectivos; ¿Qué tan eficaz ha sido para dar respuesta a situaciones propias del ser humano como son los sentimientos? ¿En qué medida se relacionan los derechos humanos con las emociones? ¿El derecho debe actualizarse conforme surgen nuevas necesidades o las nuevas necesidades deben exigirse conforme a lo que el Derecho ya establece?
Veamos un poco el contexto. Alrededor del mundo, pero principalmente durante las dictaduras latinoamericanas de la segunda mitad del siglo pasado, la desaparición forzada de personas se perpetuó como una práctica común entre los países que constitucionalmente se asumen como “Estados de Derecho” pero que fácticamente consagran la violación de los derechos humanos materializándola con el llamado “terrorismo de Estado”. La desaparición forzada de personas constituye una de las principales violaciones graves a derechos humanos y ha derivado en la necesidad de trascender a la jurisdicción internacional por la negligencia judicial interna para juzgar este tipo de casos, principalmente por la imposibilidad de incriminar a autoridades estatales. Ante este panorama de impunidad, la probabilidad de que cualquier petición judicial que permitiera determinar el paradero de algún desaparecido prosperara, era prácticamente nula; de poco servía la presión internacional, internamente era imposible exigir justicia.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos determinó, en diversas sentencias relacionadas con hechos de desaparición forzada, la existencia de un “derecho de los familiares de la víctima de conocer cuál fue el destino de ésta y, en su caso, dónde se encuentran sus restos, lo cual representa una justa expectativa que el Estado debe satisfacer con los medios a su alcance”; la satisfacción del derecho a conocer la verdad representa un tipo de reparación ante la irrecuperable pérdida. Este derecho fue reconocido en una primera ocasión como un derecho exclusivo de los familiares, sin embargo evolucionó para extenderse a la sociedad en su conjunto.
La dimensión de este tipo de casos es estratosférica por la multiplicidad de conductas delictivas (secuestro, tortura, homicidio) que implica la desaparición forzada, la multiplicidad de derechos violados (derecho a la libertad e integridad personal, derecho a la vida, etc.) y por la incertidumbre de lo sucedido al desaparecido. No consigo dejar en el tintero la tristeza que transmitía un compañero argentino (con quien compartí una clase), surgida por la desaparición forzada de su abuelo durante la última dictadura militar en dicho país; a pesar de que ni siquiera lo había conocido, seguía cargando con el pesar transmitido por su familia.
La privación de la verdad acerca del paradero de una víctima de desaparición forzada acarrea una forma de trato cruel e inhumano para los familiares cercanos, viviendo en la incertidumbre de lo sucedido con sus seres queridos, además que se convierte en una de las principales fuentes de sufrimiento psíquico y moral, misma que se transmite generacionalmente por el desconocimiento de toda circunstancia real y la continuación del delito por no haber sido esclarecido.
¿Cómo exigir un derecho que indudablemente existe pero que normativamente no se encuentra en ninguna disposición? La necesidad de conocer “el qué, cómo, dónde y por quién” de cada violación a los derechos debía encontrar un camino y éste fue la jurisprudencia de la Corte Interamericana de DDHH y la conexión del derecho a la verdad –no establecido autónomamente – exclusivamente en una sola ocasión por parte de la CIDH – con el derecho a la justicia y a la existencia de un recurso sencillo y eficaz que permita llegar a ella.
La limitación anteriormente expuesta de falta de reconocimiento expresa de este derecho internamente y en la Convención Americana de DDHH no ha impedido que la Corte Interamericana examine casos al respecto y declare violaciones a este derecho, por la interpretación pro homine exigida en los derechos humanos, y la hermenéutica de la misma Convención que señala que “ninguna disposición de la convención debe ser interpretada en el sentido de excluir otros derechos y garantías que son inherentes al ser humano o que se derivan de la forma democrática y representativa de gobierno”.
Argentina presentó un caso particularmente destacable, ante las restricciones impuestas por diversas leyes y decretos post-dictatoriales que impedían juzgar a los responsables de los crímenes cometidos durante la dictadura y del ambiente de impunidad; los familiares y organizaciones de DDHH tramitaron diversos recursos a fin de conocer el destino final de los desaparecidos y la verdad sobre lo sucedido. Éstos se conocieron como “juicios por la verdad” donde se establecía únicamente la verdad material, sin derivarse de ello la imposición de algún castigo para los sujetos responsables. Estos juicios se sustentaban como un camino “para la justicia y la memoria”, como un tipo de resarcimiento, fundados en la jurisprudencia de la CIDH y en la propia dignidad humana.
Por su parte la ONU también ha determinado que este derecho está estrechamente relacionado con el deber del Estado de proteger y garantizar los derechos humanos y con su obligación de realizar investigaciones eficaces de las violaciones manifiestas de los mismos, y de las infracciones graves del derecho humanitario así como de garantizar recursos efectivos y reparación pero que a la vez está estrechamente vinculado a otros derechos como el derecho a un recurso efectivo , el derecho a la protección jurídica y judicial, el derecho a la vida familiar, el derecho a una investigación eficaz, el derecho a ser oído por un tribunal competente, independiente e imparcial, el derecho a obtener reparación, el derecho a no sufrir torturas ni malos tratos.
No obstante lo anterior, en algunos países latinoamericanos –como Uruguay-, han pasado más de tres décadas sin que exista certeza para los familiares de la mayoría de los desaparecidos sobre la verdad de lo ocurrido, principalmente porque se han amnistiado a los responsables, sin tomar en consideración la recomendación internacional de que las amnistías otorgadas por este tipo de violaciones de derechos humanos –la desaparición forzada de personas es considerada como un crimen de lesa humanidad- no son compatibles con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Este derecho que surge derivado de la jurisprudencia internacional, y que ha sido declarado por parte del Comité Internacional de la Cruz Roja como “una norma del derecho internacional consuetudinario” ampara la facultad -de cualquier familiar, o de la sociedad en conjunto- de obtener y recibir información, teniendo un conocimiento pleno y completo de los actos que se produjeron, las personas que participaron en ellos y las circunstancias específicas, en particular de las violaciones perpetradas y su motivación. “En los casos de desaparición forzosa, el derecho a la verdad tiene también una faceta especial: el conocimiento de la suerte y el paradero de las víctimas”.
La posibilidad de exigir un derecho humano no reconocido puede encontrar formas no convencionales de garantizarse, a través de su conexidad con otros derechos, con la existencia de cualquier recurso judicial de control constitucional (en México, el amparo) y hoy en día, en mayor medida, con el compromiso internacional de protección de los Derechos Humanos.
Foto 1: Por Martín Gaitán [CC BY-SA 2.5 (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.5)], via Wikimedia Commons
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