No importa lo duro que el mundo empujé en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta
— Albert Camus, “El verano”, 1953
Texto: María Lachino
Sin fuerzas, destrozada y sin ánimos. Sabía que tenía que pasar ese momento, era algo inevitable. Había concluido el plazo, tan esperado y doloroso a la vez. Fue un día oscuro, el perro ladraba, se oían voces alrededor, había un sonido estrepitoso que se escuchaba en el techo de la casa. Al entrar a su habitación, se encontraba postrada en su cama, en una transición entre la vida y la muerte.
Nunca había deseado tanto ese momento porque representaba un alto a su sufrimiento, porque el dolor se iba agravando conforme los días transcurrían, era una flor marchitándose poco a poco.
Mi madre sufría los estragos de la enfermedad que la consumía rápidamente: sus pies dejaron de andar; sus brazos carecían de fuerza; los alimentos no pasaban de su garganta, su voz se apagaba; su vista dejó de admirar el sol, sus ojos empezaron a sentir el cansancio y el pesar de su ser; sus órganos empezaron a colapsar, sus pulmones, su riñón y corazón. Al atardecer, sus ojos se obligaron a abrir porque su respiración se aceleraba, su cuerpo no recibía el suficiente oxígeno, sus músculos iniciaron a contraerse, era una inhalación fatal, su boca empezó a secarse, su lengua se tornaba morada. En esos instantes comprendí que eran sus últimas horas, una despedida de este plano terrenal, mismo que anunciaba la recta final de un “trance” inevitable. Sus manos fueron tomadas por mis manos, su cabello y su cabeza fueron tocadas con delicadeza, la acariciaba con tanto amor.
La acompañé hasta que ella pudiera ver esa luz blanca, su respiración fue intensa y profunda; la agitación fue constante. Sus pupilas se clavaron en las mías, como un objeto que se adhiere perfectamente en el otro; esa última conexión fueron nuestras miradas, una con la otra, su mirada de auxilio, ella sabía que estaría ahí para ayudarla. Su respiración fue cada vez mayor, me acerqué a su cuerpo y le dije al oído: “mamá, aquí estoy contigo hasta el final, voy contigo, te acompaño hasta donde pueda, después seguirás tu camino, no te detengas, no regreses, has sido una excelente madre, ya cumpliste tu deber, te esperan con los abrazos abiertos, falta poco, resiste, vas bien, ya no hay nada que te detenga aquí, debes seguir…te espera mi Padre, Quesita, te reunirás y reencontrarás con ellos, te esperan y ahora es el momento de partir”.
Su cuerpo empezó a agitarse, sus manos, sudorosas, se enfriaban, me miraba con compasión. Acaricié su pelo, me acerqué a su rostro para decirle que aquí estaba con ella. Después de cuatro exhalaciones profundas, sus ojos se cerraron, su corazón dejó de latir, y partió. En esa noche sentí paz y tranquilidad, almacenaba en mi ser fuerza, fortaleza y una serenidad inexplicable, mismas que siempre pedí en mis oraciones: eran como un regalo que se me había concedido en ese tiempo, hora y lugar. Esa pesadez que venía cargando en los hombros, se desvanecía y caía en minutos.
No obstante, en ese momento yo también moría con ella, porque me debía preparar para lo que vendría. Alguien a quien amé con todas mis fuerzas moría. Mi muerte era renacer y volver a vivir; porque en ese momento yo había muerto para convertirme en otra persona, resistir aquel momento y lo que Dios tenía preparado para enfrentar una vez más los golpes de la vida, debía enterrar aquello que ya estaba muerto.
El dolor sigue, es como si te murieses lentamente y te arrancaran el corazón, la ausencia, el vacío, su recuerdo y todo lo que representaba ya no estaba. Para muchos era la “Señora”; para mis primos fue “La Abuelita” o “La Abu”; mis sobrinos le decían “Mamá Elo” o “MaElo”, algunos se referían como la “Señora Eloisa”, para mí era mi madre, mi amiga, mi confidente y mi guía. Una mujer que de niña careció de todo, pero que de adulta tuvo la fortuna de tener y compartir lo que tenía a manos llenas; noble, conservadora, leal, hogareña, inteligente, sabia, callada, solidaria, pocas veces expresaba lo que sentía; pero en cada una de sus acciones demostraban el amor por todos los que tuvimos la oportunidad de estar más cerca de ella. Ahora su recuerdo se grabará en mi memoria con innumerables placas que transitarán en mi mente para recrear cada momento a su lado. Nuestra relación y conexión fue mágica, dominante, llena de complicidad y respeto, fue la película más hermosa que actuamos, y nosotras las actrices principales de esta trama; la mejor historia que redacté y ella mi protagonista, el mejor poema que escribí y ella mi inspiración, la canción que mejor bailé y ella bailando conmigo.
Ahora, habrá tiempo para reponerse, continuar y hacer lo que ella hacia conmigo: bailar, caminar, estar en silencio, reír y ser felices, solo que ahora ella no me acompañará, sino sólo en mis pensamientos que serán almacenados en mi memoria por siempre.
María Lachino
Apasionada de los procesos organizativos-participativos bajo el lema “Organízate, Participa y Actúa”. Activista social; reportera urbana y locutora en Voz En Alto Radio, en la sección de política: “Controversias. Los otros diálogos”, así como de la sección: Salud Mental “Conectándome con otros”. Tiene una fuerte convicción de que es posible un mundo, donde quepan muchos mundos.