Con profundo cariño para los García de Texcalac, en especial a los Flores López a quienes agradezco su enorme apoyo
Fotos: Celia Flores López, Camelia Flores López, José Humberto García Sánchez; audio: Ramón Flores García
Hay algunos ritmos que la pandemia no puede detener, son los ritmos de la tradición marcados por años y años de repetición. Con las adecuadas medidas de sanidad y cuidado nos preparamos para recibir a nuestros muertos y muertas. Es verdad que la gran alegría y festividad de otros años brilla con menor intensidad en esta ocasión, sin embargo, las costumbres dan buena batalla y los colores y sabores de las ofrendas comienzan a llenar la vista y el aroma de la ciudad.
En el encierro aprovecho para revivir con la memoria días más cálidos y alegres. Encuentro refugio en el particular recuerdo del viaje que realicé por estas fechas hace 3 años, acompañando a mi papá, a la tierra de mis ancestras y ancestros, al lugar de origen de mis abuelas Evencia y Ricarda, al pueblo que las vio nacer y criarse en un tiempo muy anterior a su partida con rumbo a la Ciudad de México.
Somos de Santa María Texcalac, uno de los pueblos de Tlaxcala que está a 10 minutos de la ciudad comercial de Apizaco. Allá el día de muertos se celebra un poco diferente, apoyado en mis recuerdos y en lo que me platica mi tío Ramón Flores García por teléfono, puedo compartirles un poco de esa experiencia.
Aquel año fuimos a visitar y a llevarle flores a mi abuela Ricarda. Ella descansa en el panteón de Texcalac, rodeada de sus padres, hermanos y algunas de sus sobrinas y sobrinos. La familia nos recibió cariñosamente y nosotros les acompañamos en sus festejos.
Para el día en que llegamos, por ahí del 31 de octubre, las ofrendas estaban ya puestas, atiborradas de fruta, flores de cempasúchil, pan, dulces tradicionales, tamalitos y platos de mole con su pierna de guajolote. Aunque en apariencia se trata de una ofrenda común, lleva mucho trabajo detrás. Los tamalitos y el mole se preparan en casa, muchas veces con ingredientes que vienen de la cría directa de gallinas y guajolotes, y del maíz sembrado en la milpa. Se acostumbra que la mayoría de las personas haga su propio pan de muerto en su casa, en unos hornos tradicionales. Los hacen de muchos sabores: de naranja, guayaba y chocolate.
En la ofrenda saltan a la vista unos platitos llenos de unas mezclas de diferentes colores; son los dulces tradicionales de Texcalac, uno de los postres más ricos que he probado en toda mi vida y que no he encontrado en ningún otro lugar.
Para preparar dulce de cacahuate, mi tío platica, hay que poner a calentar una cazuela grande de barro en un bracero con lumbre, ahí se vierten 9 litros de leche –algunas familias usan agua-, y kilo y medio de cacahuate, se procesa, se cuela, se licúa, se le añade chocolate y al último, una cubita de brandy “para que quede sabroso”. Para que no se eche a perder la mezcla debe sazonarse durante cinco horas. El producto final es de una consistencia similar a la de un duvalín pero con un sabor intenso del ingrediente que se use de base.
Se pueden hacer de camote, guayaba y, mi favorito, de frijol. La receta viene de las abuelas y las bisabuelas, pasando de generación en generación, con el tiempo se ha ido modificando y adaptando a los ingredientes modernos. Estos dulces son para los muertos conocen bien su sabor, pero también se dan como calavera a los familiares, amistades, compadres y comadres más cercanos.
La noche del día primero de noviembre la casa de mi tío Ramón se llenó de calavereros. Venían disfrazados de brujitas, fantasmas, diablos y catrinas. Estos calavereros eran los nietos de mi tío Ramón, los hijos de sus hijos Ricardo y Polo, y de sus hijas Camelia y Celia. Traían ya sus farolitos caseros, hechos de calabazas y chilacayotes huecos, tallados con diferentes figuras y con una vela adentro, para alumbrarse el camino en la oscura y poder salir a pedir calaverita en las casas vecinas. Se fueron todos en bola acompañados por sus papás, aunque fuera nomás de lejitos. Después de un rato regresaron ahora sí a pedir su calavera, rezaron a coro y se echaron las siguientes estrofas:
La Santa Calavera
Entre los distintos grupos de calavereros que vienen a lo largo de la noche, traigan versos viejitos o modernos, “esta es la frase que no le falta a nadie, es muy tradicional” me cuenta mi tío Ramón y añade “nosotros les damos su calavera hasta escucharlos rezar mínimo una oración”. Inundados por la emoción, mi papá y yo ayudamos a mi tío Ramón y a mi tía Gloria a repartirles la calavera a todos los grupos de niños y adolescentes que pasan. De aquí se llevan fruta y tamalitos.
A los acompañantes de los calavereros también les toca: “Una vez salí yo y ya era muy noche como las once y llevaban hasta guitarras y ya en una casa del segundo piso bajaron la canasta llena con la calavera. En otras ya te sacaron la botellita. En otros lados mínimo te dan el tamalito y el café. Hay de todo. En algunas casas no te dan nada. En otras te dan lo que pueden. Esa es la costumbre y la tradición” me comparte mi tío.
Al día siguiente, una vez que los muertos regresaron a su lugar de reposo con el estómago lleno, cargamos las flores, las palas, las cubetas y los sombreros y nos dirigimos al panteón. En la calle que lleva a la entrada del cementerio hay todo un corredor comercial improvisado. Las casas tienen las puertas abiertas y sacaron mesas y sillas, venden comida, botana y hasta pulque y cervezas. No es algo que esté todo el año, es nomás por lo especial de la fecha.
En la explanada que está al lado del panteón vemos montada una carpa con sillas, es para la tradicional misa del día dos de noviembre, que se da en honor a los fieles difuntos. Nosotros ya no la alcanzamos así que nos seguimos de largo.
Conocemos bien la ubicación de la tumba de mi abuela Ricarda, le cortamos la hierba, limpiamos la lápida, cambiamos el agua de los floreros y los llenamos con las flores que trajimos del mercado de Apizaco. El cementerio está que se desborda por la cantidad de gente, es como dice mi tío Ramón, “no hay difunto que quede olvidado porque le llegan sus familiares aunque sea tardecito”.
Para muchos la visita se convierte pronto en motivo de pachanga, llevan mariachi y comen en los locales-casas de afuera. Aunque no es como en San Bernardino Contla, uno de los pueblos cercanos, en donde la comedera y tomadera se hace adentro del panteón hasta sus últimas consecuencias. Seguro que a mi abuela Ricarda le da gusto vernos y hasta un poco de risa por lo poco acostumbrados que estamos a usar sombrero y a usar las palas. Rezamos, le dedicamos unas palabras y nos despedimos de ella y del resto de nuestra familia enterrada.
Antes de irnos, para la CDMX unos, y para Aguascalientes otros, nos dan nuestro itacate con la comida que dejaron los muertos de la ofrenda. Vamos con bolsas llenas de fruta y de dulces de frijol y cacahuate. Nos vamos con el estómago y con el corazón un poquito más lleno. Seguro que pronto, cuando no haya más pandemia, nos echamos nuestra escapada.