Fotos y texto: Brenda Martínez
–Mi abuelo murió– me dijo una amiga que vive en Chimalhuacán, en la periferia del Estado de México, con quien había charlado unos días antes y me compartió que su abuelo estaba enfermo. Luego en mi inicio de facebook apareció la foto de un señor moreno con sombrero, con tres niñas pequeñas sonrientes y orgullosas a su alrededor. El pie de foto era una carita triste y un corazón roto. “Que descanse en paz” se leía en los comentarios. La publicación era de otra amiga, su padre acababa de fallecer. Él trabajaba en la Central de Abastos, uno de los sitios con mayor número de contagios en el oriente de la CDMX. Al tercer día de la última semana de abril, acá en Nezahualcóyotl, mi vecino falleció de COVID-19.
Aquellas noticias sobre muertes dejaron de ser lejanas para convertirse en una realidad. Esto obligó a cerrar casi todo en la ciudad, donde se concentran gran parte de los empleos. Las tienditas de la esquina cerraron, dejaron de vender alcohol. Las marchantas se quedaron sin clientas, tuvieron que abandonar sus locales. Algunas mujeres quedaron atrapadas entre el Home Office y los quehaceres domésticos, jornadas extendidas, sumado a la violencia económica, social, física y psicológica por parte de sus parejas o hasta de sus hijos. Las trabajadoras del sector salud encerradas en trajes que las ahogan mientras quisieran llorar al ver tantos decesos. Muchas mujeres tienen que acudir a su centro de trabajo lo que implica utilizar el transporte público en donde no existe la sana distancia y se viaja con miedo.
Miedo de las miradas masculinas al ser la única mujer en el vagón del metro, miedo de ser la única mujer en la micro con 10 varones, miedo de caminar sola porque las calles están vacías. Miedo a contagiarse, miedo a ser un portador asintomático, miedo a que un familiar fallezca, miedo de perder el empleo, miedo de no poder pagar los servicios básicos, miedo de no tener para comer, miedo al futuro. Algunas han tenido estas sensaciones por tanto tiempo que hoy son las más resilientes.
“Luznely anda buscando trabajo, con la pandemia la corrieron de la fábrica y el señor ni liquidación le dió, pero sus papás están muy enfermos y tiene que mandarles dinero”, me externó mi madre con preocupación por una prima lejana que acaba de cumplir 16 años. Ella abandonó sus estudios desde hace varios años para venirse desde Oaxaca para conseguir trabajo.
Uno de los ejercicios más importantes que he realizado hasta este momento es reconocerme a través de las otras. De mi madre, de mis hermanas, de mis vecinas, de mis amigas, de mis compañeras de trabajo, de las mujeres con las que viajo en el transporte público. Reconocer mi cuerpa, reconocer aquellas desigualdades que me atraviesan y que la pandemia hizo más evidentes.
La tristeza, el dolor, el miedo, la impotencia se han convertido en el motor de mi lucha, en el camino he encontrado compañeras quienes, aún en la distancia, me han demostrado que juntas somos manada.