Texto: Diana Diana
Fotografías: Brenda Martínez
El día está marcado. Planeado desde hace 3 meses. Es hoy. No hay otro día mejor.
Otro día normal. Rosetta me espera en la estación como siempre, con sus cabellos recién mojados, sus mejillas regordetas y rosadas, con los labios pintados de ese rosa mexicano que tanto aborrezco y con la sonrisa habitual. –Vienes tarde– me dice mientras me jala al interior del vagón del metro. Empieza la misma plática de siempre. Recapitula el día anterior, los errores pasados, los pendientes futuros y demás cosas. Cuando Rosetta comienza con los pendientes, mi mente se concentra en toda esa gente que nos acompaña y presiona nuestros cuerpos con los suyos, haciéndonos conscientes de los límites de nuestra propia individualidad, la misma que desaparece al estar tan apretadas como ahora.
La mañana aún es temprana y la voz de Rosetta es la única que suena en el vagón. Algunos van soñolientos, otros malhumorados y la mayoría abstraídos por su celular. El ambiente denso me recuerda un documental sobre la Segunda Guerra Mundial que vi tiempo atrás, las expresiones que tienen las personas a mi alrededor no son en nada diferentes a las de todos aquellos que fueron juzgados por sus creencias.
Pero ¿en qué se puede creer a las 6 de la mañana? ¿En qué se puede creer cuando se llevan deudas a cuestas, cuando se pasa tres horas en el transporte público y se gana la tercera parte de aquellos que llegan dos horas después de ti? Al menos en la guerra existía la esperanza de que acabaría, pero la cotidianidad, infinita repetición, ¿cuándo?
No hay rastro de felicidad en sus rostros y por eso aborrezco tanto el labial rosa mexicano de Rosetta, porque es la nota de color y festividad entre todo este ambiente gris y pesado de las mañanas. Me parece que el maquillaje sirve para fingir y Rosetta finge ser feliz. Quién puede ser feliz aquí. En este vagón lleno de personas que se desprecian las unas a las otras que hacen del viaje algo pesado, hediondo y nauseabundo
Rosetta no ha dejado de hablar de sus, mis y nuestros pendientes. Ha hablado tanto que sus dientes amarillentos se han manchado de labial. Ahora sus labios, mejillas y dientes son alucinantemente fosforescentes. Las gotas de sudor comienzan a brotar de su rostro y ella sigue y sigue pronunciando la palabra futuro.
Quiero que Rosetta se calle. Estoy tan enojada, tan cansada, tan acalorada y huele tan mal que antes de poderle gritar ¡cállate, estoy harta! aparece el sonido de las puertas del metro, con ese sonido que te marca los segundos para salir del vagón. Esos segundos que no los cuentas, pero que no puedes evitarlos y no te queda más que salir corriendo para salvarte del tiempo.
Hace meses que tengo ese sonido clavado en las sienes. El sonido que dice que debes salir.
¿Salir a dónde? Porque siempre que salgo sigo adentro, adentro de una estación de metro, dentro de una ciudad que detesto, dentro de un trabajo y una vida que detesto también.
Rosetta me jala del brazo para salir del vagón.
— Qué idiota eres, casi te quedas Vamos, ya es re tarde — dice mientras ríe y no puedo que sentir envidia de ella, de su felicidad.
— Adelántate, olvidé algo que me encargó mi mamá. Voy a volver rápido a casa.
— ¿Estás loca? Vas a llegar tarde, es el tercer retraso de este mes – me responde con voz casi psicótica que interrumpe la rutina de los otros.
Ella sabe lo que significa esto, ella está más pendiente de mi trabajo que yo misma. Rosetta y yo somos amigas desde niñas. Nuestras madres eran amigas y se dedicaban a lo mismo que nosotras: limpiar mierda en un edificio de gobierno. A veces ella la recoge y yo limpio, a veces es al revés, pero siempre juntas, desde chicas, hermanas de mierda.
— Es importante, llego en un rato — parecía no entender lo que le decía o quizá no fingí lo suficiente.
— Está bien, ve — dijo con voz pausada y la mirada agachada.
La florescencia de su sonrisa se apagó y me abrazó. Un escalofrío me recorrió y pensé en decírselo, pero no supe cómo. Me soltó y vi como sus caderas regordetas se tambaleaban hasta desaparecer al final del andén.
En los últimos tres meses, en los que empezó la cuenta regresiva, he prestado mucha atención a lo que pasa en el metro, más allá de la gente que quiere llegar a algún lugar. Al ver a esa gente. Entendí que siempre he estado en una zona segura, tan segura, que no me ha pasado nada en absoluto. Y hoy, antes de terminar, quiero que suceda algo, no importa qué.
Quiero saber qué pasa en ese último vagón tabú. Llega un tren y lo abordo. Recorro algunas estaciones sin que pase absolutamente nada. Aquí y allá es lo mismo: caras holocausticas, fundidas con el celular. Pero de pronto sucede: dos hombres comienzan a rozar sus dedos y la mirada. El deseo que se expresan es tan fuerte que se vuelve incómodo estar ahí. Pasa otra vez. Miradas cruzadas. Un vaivén de deseos. Labios apretándose y lenguas danzando, provocando el acercamiento. Esto hace que mis manos comiencen a transpirar, que mis latidos se hagan tan grandes y fuertes que los siento en la garganta, el estómago y la entrepierna. Bum, bum, bum. Siento mi sangre y escucho mis latidos que opacan el sonido de las puertas a punto de cerrar. Es el rojo sangre, pasión, desenfreno, deseo, repugnancia y excitación que me provoca la escena.
Salgo de la abstracción que me provoca la pareja y noto una mirada sobre mí que me exige una respuesta. Cedo y me muestra la pantalla de su celular. En ella veo una mujer penetrada por la boca y el ano, de una manera tan salvaje que parece está a punto de morir de asfixia. Bajo un poco la mirada y su miembro me señala. En ese momento el calor en mí es tan grande que puedo sentir como mi entrepierna es caliente y fría al mismo tiempo. Siento contracciones en la garganta y mi lengua comienza a recorrer mis dientes. Las puertas del metro suenan de nuevo, me dominan y salgo corriendo.
La estación está casi vacía. Y siento alivio porque casi no puedo respirar. Me siento absolutamente fría y necesito soledad.
Consigo respirar con normalidad para abordar de nuevo el gusano de fierro. Pienso en la palanca de emergencia. Llevo más de dos décadas viviendo aquí y nunca he sabido qué sucede cuando alguien la activa. No sé cuánto tiempo la he mirado, pero como si mi cuerpo se desprendiera de mi alma, voy hacia ella y la activo. El enfrenón es tan brusco que más de uno nos caemos y una anciana se pega en el pasamanos. Su sangre corre con furia y un poco alcanza mis labios.
Un hombre envuelto en harapos, que bien podría pasar por indigente, comienza a reírse con fuerza y su risa es tan contagiosa que no puedo evitar soltar una carcajada para acompañar la euforia. Todo el mundo nos mira y el enfurecimiento es palpable. De pronto el gris del vagón se vuelve en tonos cálidos y todos parecen tener el rostro amarillo, rojo y naranja. “Hijo de su puta madre”, “pinche viejo loco”, frases que empiezan a brotar del aire. Nadie me vio y no sé si es por el aspecto del hombre o su risa incómoda, pero todos lo culpan. La policía viene de inmediato a bajarlo y a socorrer a la anciana. El hombre no pone resistencia, solamente voltea a verme, me sonríe y me guiña el ojo. Después de muchos minutos y con un charco enorme de sangre, el metro dispone su marcha de nueva cuenta.
En la siguiente estación desciendo. En la oscuridad del andén pienso en él, en la razón por la que río con tanta fuerza, en la sangre ajena que mancha mis labios y que me dispongo a saborear. Quizá él está de acuerdo conmigo: estar aquí es absurdo y todo debe de terminar.
Sin darme cuenta, he vuelto a donde inicié, la estación en la que me despedí de Rosetta. Me pregunto cuántas veces no habrá marcado. La conozco, pero preví todo. Hoy por la mañana, en las vías del tren que pasan cerca de la casa, he aventado mi celular junto con una mochila llena de mi ropa. Pienso que es la manera más sencilla. Así, el pobre Alfredo no tendrá que explicarles mucho a nuestros hijos: “nos dejó”. Será suficiente hasta que el dolor y mi ausencia sean insignificantes.
Y ahora estoy aquí, sin saber a dónde ir. No es el horario que escogí para afectar a los que se pararon temprano a cumplir con su asquerosa rutina. El andén no está lleno ni vacío. A esta hora solo hay señoras que van a hacer sus compras o al doctor, y uno que otro estudiante rezagado. No pude hacer que mi vida valiera la pena y esperaba que esto sí, echarles a perder el día a más de unos cuantos.
Sin importar el horario tengo que hacerlo, ahora que me siento tan fuera de mí y determinada. Las puertas del metro comienzan a anunciar su cierre. El sonido me atraviesa de sien a sien y contándome los segundos. Es mi señal para salir de una vez por todas.
Se acerca el siguiente tren, el reloj semifuncional de la estación marca 12:45pm. Estoy lista, mi garganta, mi estómago y mi entrepierna están calientes. Siento el agua que corre por mis manos y cara, y el sonido que me atraviesa la cabeza. Tranquila, al fin lo dejarás de escuchar, sólo será un segundo, sólo será un segundo, un segundo de dolor y de remordimiento por todo lo que no te atreviste a seguir soportando, un segundo, me digo una y otra y otra y otra vez.
De pronto, alguien grita mi nombre con desesperación. El metro pasa delante de mi cara y no sobre ella. Es Rosetta. La estúpida Rosetta que viene corriendo a mí con todo su asqueroso labial rosa mexicano embarrado por toda la cara y los ojos llorosos. Se arroja a mis brazos y
comienza a gritar “¡Mi hija, amiga, mi hija, mi hija, mi hija, mi hija!” La palabra hija se vuelve interminable. El rostro de Rosetta es una mezcla nauseabunda de agua y mocos. Me explica entre sollozos que la acaban de llamar de la escuela. Su quinceañera, su única hija y compañera, se arrojó de la azotea de la escuela y está muerta.
Rosetta está deshecha, nada de su sonrisa fluorescente existe entre el vómito que es ahora. Estoy muda y no puedo hacer otra cosa que entrar al vagón con ella en brazos. Rosetta no calla ni un solo momento y sus lágrimas se van juntando en mis manos. Esas lágrimas de complicidad que tira Rosetta, mi amiga, mi socia, mi compañera, mi hermana de mierdas, me hacen entender que no queda más que seguir acompañándonos en esta podredumbre, que no hay salida y si la hay, es necesario aguantar hasta la locura, soportar la pena y el hartazgo.
Se escucha el altavoz: Permita el libre cierre de puertas, gracias. tuuuu…
Diana Diana
Amante de las causas perdidas y de conocerse a sí misma, los últimos 10 años ha oscilado entre el teatro y la filosofía.
Busca las causas últimas y la belleza de la vida, mismas que le crean gran fascinación por aprender e intentarlo todo. A temprana edad aprendió a redimirse a través de las artes. No es una artista; sí una eterna aprendiz.