“Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética”, Milan Kundera, La insoportable levedad del ser.
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El límite entre el día y la noche, entre mis pasos y los tuyos. ¿Por qué siento que todo lo veo por primera vez? Las calles del Centro, que tantas veces he recorrido, me parecen increíblemente bellas. Será el cielo blanco después de llover, será el taco de canasta en mi estómago hambriento, serán tus pasos (rápidos, seguros).
Avanzamos en espiral, laberinto novohispano invadido por transnacionales. Avanzamos a las seis, siete de la tarde, cuando los locales cierran y la gente como hormigas camina al metro. Por un instante, el centro parece otro. Debatiéndose entre la vida y la muerte, entre el pasado y el presente, entre el amor y el odio.
El camino nos conduce al final del laberinto; el Templo Mayor. Las palabras que me dices al oído bailan al compás de las campanas de la Catedral. A nuestros pies las ruinas de un pasado acallado; la otra ciudad que duerme debajo de los edificios barrocos, recuerdo de la guerra que aún persiste en nuestra sangre. Y ahí, pequeños, estamos los dos. Amantes del caos que nos vio nacer. Tú y yo, hechizados por un atardecer blanco, por el cúmulo de historias guardadas en el corazón. Sonrío y no alcanzo a decirte todo lo que siento. Sólo con un beso tímido, intermitente, mágico, como tú.
El cielo se mira azul reflejado en un charco. La noche ha vencido y me cubre cuando me abrazas, cuando tomas fuerte mi mano. El laberinto desaparece y queda una ciudad inundada de luces. Blanco y negro. Tú y yo.