No hay duda de que se reconoce el derecho humano de cualquier persona a salir de cualquier país, sea el de origen o no, sin embargo, el derecho a entrar en otro país no está reconocido internacionalmente por el límite que implica la soberanía estatal de cada país.
Según datos de las Naciones Unidas (2013) son cerca de 244 millones de personas las que viven fuera de sus países de origen, y desgraciadamente, buen porcentaje de éstas, lo hace en situación irregular, al margen de la ley. La migración es un fenómeno que no excluye países, mientras unos son de destino, otros lo son de tránsito y algunos más de origen. A pesar de tratarse de un fenómeno que va en paralelo de la historia del hombre, hoy en día, con el intercambio cultural y la globalización, la migración representa un reto en la capacidad de respuesta de las naciones en cuanto a políticas públicas y de gobernanza.
La comunidad internacional ha procurado proveer un marco normativo para atender las problemáticas derivadas de los movimientos migratorios, especialmente las referidas a violaciones de los derechos de las personas migrantes. El marco jurídico internacional es amplío y brinda protección, esencialmente, en materia de derechos humanos y, de manera significativa, de derechos laborales; sin embargo, aún hay mucha irregularidad y deficiencia en las leyes internas. La armonización de las obligaciones internacionales, contraídas al margen de los tratados internacionales, con las políticas públicas y leyes nacionales no siempre se lleva a cabo de manera adecuada, existiendo casos en las que éstas últimas llegan a promover conductas discriminatorias hacia los migrantes. Esto orilla a estas poblaciones a mantener una vida excluida de la sociedad, y a que, tal y como si se tratara de personas “ilegales”, se les llegue a relacionar con y a tratar como criminales, obligándolos a vivir de manera clandestina, escondidos, privados de la primera facultad de cualquier ser humano: el derecho a tener derechos.
Vista así, la migración es un fenómeno que pone en duda la vigencia de los derechos humanos, puesto que deja evidenciado que no se trata de una realidad tangible para todos los “humanos”, independientemente de su raza, color, sexo, idioma, religión, origen nacional o social, o cualquier condición, como la ciudadanía, o el estatus migratorio, que pudiera limitar el disfrute de los mismos -tal y como rezan las distintas declaraciones en materia de derechos humanos. Desgraciadamente siempre cabe la misma pregunta: ¿las declaraciones de derechos humanos hablan de un plano imaginario inalcanzable?, ¿de una utopía?
No hay duda de que se reconoce el derecho humano de cualquier persona a salir de cualquier país, sea el de origen o no, sin embargo, el derecho a entrar en otro país no está reconocido internacionalmente por el límite que implica la soberanía estatal de cada país. Se respeta y reconoce el derecho de cada nación para elegir libremente los criterios de admisión y expulsión de toda persona que no sea nacional. La protección que ampara el marco internacional de derechos humanos para los migrantes choca en primer término con su aplicación interna, y paradójicamente podría decirse que la aplicación de cualquier legislación nacional tiene como límite los parámetros internacionales en materia de derechos humanos. Los derechos existen, pero no es posible garantizarlos plenamente, pareciera existieran de manera limitada o parcial. Por ejemplo, se expresa que los derechos reconocidos en los tratados son aplicables a todas las personas, independientemente de su nacionalidad o de que sean apátridas, pero, en la realidad, las personas migrantes carecen de los derechos más básicos y no hay posibilidad de obligar a cada nación a regularizar la situación jurídica de los migrantes que se encuentren bajo su jurisdicción, condición que aseguraría mejores oportunidades y una verdadera garantía de sus derechos.
No creo justo afirmar que los tratados internacionales consagran un mero legado de buenas intenciones, pero sí son una meta que debería irse alcanzando poco a poco, y que será inalcanzable en tanto las limitaciones se sigan manifestando. Nos encontramos con la imposibilidad de obligar a los países a abrir libremente sus fronteras o a regularizar la situación jurídica de los migrantes que se encuentran en su territorio. La soberanía de los países se erige como límite ante el reconocimiento pleno de los derechos humanos, especialmente cuando se trata de minorías, en este caso: los derechos de personas no nacionales. Incluso cuando la legislación interna reconozca los derechos humanos de los migrantes (México por ejemplo con su Ley de Migración), queda un amplio camino por recorrer en cuanto a la sociedad civil y a la estructura estatal encargada de la aplicación normativa. Las prácticas estatales siguen dirigidas hacia la violencia y represión de los migrantes, en tanto que las prácticas sociales se arraigan hasta los extremos de la xenofobia.
La problemática económica a nivel mundial, las crisis de guerra, la escasez de recursos y servicios, así como la violación sistemática de derechos humanos -por mencionar algunas causas-, obligan a las personas a abandonar sus países de origen en búsqueda de una mejor vida, ¿podríamos cuartearles el derecho de vivir y de hacerlo con dignidad? Aunque la respuesta sea obvia, la realidad se contrapone tajantemente. Pese a los intentos de la comunidad internacional, no existe ley supranacional, o acuerdo internacional que ampare la exigibilidad de los derechos donde no existen -normativamente-, o donde la soberanía nacional se erige como primer principio constitucional. Lamentablemente las estructuras sociales, laborales, de salud, etc. se centran en las personas con ciudadanía, es este el presupuesto básico para su acceso, en algunos casos más favorables las oportunidades son óptimas para el acceso a la educación, sin embargo, sigue faltando voluntad política para afrontar con una perspectiva de derechos humanos el fenómeno migratorio.