Desde antes que Santa Anita se “integrara” a la ciudad, ha sido conocido como un pueblo tamalero
Difícil es imaginar el espacio que ocupa la Ciudad de México y su Zona Metropolitana hace 60 años. Lo que ahora concebimos como asfalto, fue por mucho tiempo un ecosistema lacustre; ríos, canales, lagos que impactaban en la alimentación, actividades productivas y costumbres de quienes habitaban a las afueras de la ciudad. Testigo de ese pasado y su transformación es Santa Anita Zacatlalmanco, pueblo con orígenes prehispánicos ubicado en la delegación Iztacalco.
No es difícil llegar a Santa Anita. Basta subir al metro y hacer los transbordos necesarios para bajar en la estación de la línea 4 que tiene como dibujo un hombre remando en una canoa. Del pueblo queda poco; algunos callejones, pocas casas viejas, unos lavaderos comunitarios, la llave de agua de donde todo el pueblo obtenía el líquido necesario para sus actividades y una pequeña iglesia barroca del siglo XVII. Además de esos elementos espaciales, existen también rasgos inmateriales que muestran continuidad entre el pueblo que solía ser y el barrio que es en la actualidad, como la práctica de hacer tamales.
Desde antes que Santa Anita se “integrara” a la ciudad, ha sido conocido como un pueblo tamalero. Todavía en la actualidad existen personas (familias) que venden tamales a diario o sólo fines de semana, algunos dentro de la colonia y otros en lugares aledaños, como el mercado de Jamaica. No son distintos a los típicos tamales que uno puede encontrar en cualquier esquina de la ciudad por las mañanas: verdes, de rajas, mole y dulces; envueltos en hoja de maíz acompañados por un atole de chocolate, fresa o arroz. Lo que los hace especiales es su lugar en la memoria de un espacio antaño lacustre.
Si le preguntas a los tamaleros cómo es que aprendieron su oficio, en su mayoría responderán que fue gracias a su madre, abuela o suegra. Se trata de un saber-hacer que se ha transmitido de generación en generación, modificándose con el paso del tiempo. Los recuerdos más antiguos que pude rastrear a través de entrevistas son los de una generación de tamaleras que hacia los años treinta del siglo pasado vendían sus tamales en el el Zócalo. Estas mujeres salían de Santa Anita alrededor de las 5 de la tarde con sus ollas de barro envueltas con trapos, periódico y zacate para que los tamales no se enfriaran. Abordaban un tranvía especial —no tenía asientos a fin de transportar a vendedores con sus mercancías— que partía de Iztapalapa, pasaba por la calzada de la Viga y llegaba al Zócalo, donde vendían hasta las 10 de la noche, cuando el mismo tranvía las llevaba de regreso al pueblo. En ocasiones, comerciaban también en la plaza de Loreto o en Los Ángeles. Es muy interesante señalar que, además de la olla, las tamaleras llevaban consigo platos y jarros de barro, banquitas y cucharas de metal para que quienes compraran tamales, pudieran comerlos a gusto.
En cuanto a cómo se hacían antes los tamales, existen muchas diferencias con el proceso actual; para hacer la masa, antes cada quién nixtamalizaba el maíz en su casa para después llevarlo al molino, molían en metate los chiles para las salsas y cocían los tamales en ollas de barro con leña. Se usaban ingredientes como tripa de pato y carpa. Además, muchos de esos ingredientes se compraban (y aún se compran) en el mercado de Jamaica, cuando éste era un tianguis a las orillas del Canal de la Viga.
Las y los tamaleros viejos dicen que bajo este proceso los tamales sabían mejor. Será la cocción con leña, la batida de la masa con las manos o el sazón… no lo saben a ciencia cierta. Lo que sí saben es que ese oficio les ha apoyado para sobrellevar económicamente las situaciones que han atravesado, y no sólo a ellos, también a sus hijos, nueras/yernos y nietos. En este sentido, el saber-hacer tamales realmente funciona como un patrimonio, un recurso que sobrevivió a la urbanización del pueblo. En la actualidad los tamaleros obtienen la masa nixtamalizada y batida en el molino, usan licuadora y hacen los atoles con leche en polvo. Ese conocimiento se transformó para seguir existiendo.
Las y los invito a caminar esa ciudad lacustre que desapareció hace algunas (pocas) décadas… y, si un día andan cerca de Santa Anita, no olviden pasar por un tamalito y un atole; ahora ya saben cuál es su historia.