La historia de melancolía de la Ciudad de México tiene que ver con sus orígenes como ciudad lacustre
La melancolía se distingue de la tristeza por su carácter dual. Por un lado, es asociada con el sufrimiento o la pérdida, y por otro, tras la visión de Aristóteles, es vista también como un estado de energía creativa, brillantez y reflexión fértil. Una persona invadida por la melancolía puede estar segregada de sus semejantes, pero al mismo tiempo constituye un puente a un mundo olvidado, y es mediante éste que puede traerse al presente para ser revalorado. Nos atañe la importancia de los melancólicos para las ciudades, pues éstas se han esculpido con influencias del discurso moderno de las ciudades globales, con su avidez por la velocidad en el intercambio de bienes e información, concentrándose en sus capacidades como organismo funcional y dejando de lado las experiencias cotidianas de quienes las habitan.
La melancolía surge como un puente de la ciudad global a lo que pide ser reflexionado de forma individual, y prueba de esto son las pinturas metafísicas de Giorgio de Chirico, pintor italiano con actividad creativa en el primer tercio del siglo XX, que presentaba perspectivas de plazas vacías e inundadas por las sombras del día. Estas plazas parecían venir de tierras oníricas, pues comúnmente pensamos en una plaza y la imaginamos albergando actividad, movimiento y sonidos. En las pinturas de De Chirico, encontramos símbolos que aluden al tiempo, como relojes o fuentes, o sombras humanas que presumen movimiento pero parecieran estar eternamente congeladas. Lo que pide ser reflexionado es el encanto de las piezas de una ciudad en escala pequeña, frente a las intenciones globalizadoras de una metrópolis en potencia.
La reflexión traída delante por De Chirico dio pie a otras en diferentes latitudes, con la misma intención de ser un puente entre lo que se ha perdido y lo que persiste. Un ejemplo de esto son las fotografías de Eugene Atget sobre algunos rincones de París. El artista tomó alrededor de 10,000 fotografías, y en ellas, rara vez aparecen los grandes bulevares de la mano modernizadora de Haussmann. En vez de eso, son constantes las tomas de las viejas calles y plazas, en un intento de preservarlas y tener las fotos como constancia de que existían, por si en un futuro cercano ya no fuera así.
De las reflexiones más plausibles de la melancolía hacia la arquitectura, podemos mencionar a La Tendenza, un movimiento de carácter urbano que buscaba responder a las ciudades desde sus tradiciones tectónicas. A grandes rasgos, de un análisis puramente formal de tipologías y lenguajes arquitectónicos, surgía la arquitectura del presente, cargada de memoria sobre el sitio donde se emplazaba. Esto parecía funcionar en escalas pequeñas, pero al momento de abordar grandes ciudades, la memoria de éstas era tan ecléctica, que se perdía la pureza del análisis, y por tanto, del producto formal. Otro ejemplo es el movimiento situacionista y su propuesta de urbanismo unitario, que mediante la psicogeografía, (que estudiaba los efectos de un entorno geográfico en las emociones y experiencias del individuo) buscaban crear nuevas y auténticas experiencias en los espacios urbanos ya planificados. En resumidas cuentas, buscaban las formas en que el espacio urbano podría volver a apropiarse por sus habitantes. Ahora, el espacio se diseñaría a través de la intuición y la memoria, y ya no por una lógica de utilidad.
Cada ciudad tiene su propia melancolía, y ya no hablo de sus habitantes, porque, aunque cada uno de ellos puede sentirla a su manera, sí es posible distinguir una historia melancólica que permea una ciudad entera. A mi parecer, la historia de melancolía de la Ciudad de México (o una de ellas) tiene que ver con sus orígenes como ciudad lacustre. Los paisajes pintados por José María Velasco evocan la misma sensación que los de Giorgio de Chirico, de que se trata de una visión familiar y al mismo tiempo ajena, que funciona como puente hacia lo que hemos dejado atrás. En aras de una búsqueda por la eficiencia y el crecimiento, entramos en constante conflicto con el entorno lacustre, al grado de someterlo casi por completo. Entubamos lagos, ensanchamos chinampas hasta convertirlas en terreno urbanizable, y así, poco a poco, aunque aún vemos los volcanes pintados por Velasco, ya no reconocemos lo demás.
La zona chinampera de Xochimilco es uno de esos “rincones parisinos” de Eugene Atget que es testimonio de lo que fue. Ahora, rodeada de terreno urbanizado, y con un lago en condiciones alarmantes, conforma el tejido urbano de nuestra ciudad, y, como ésta, hay otras partes que resienten los cambios físicos que han transformado completamente sus dinámicas vivenciales como consecuencia de criterios de planeación que en nada las atienden. Los nuevos espacios de la planificación han intentado distraer esta melancolía, como con el Parque Ecológico de Xochimilco, pero estos intentos lejos están de llegar a la cotidianidad de los habitantes, y, por esta y otras razones, resulta ser un espacio ajeno, o incluso un intruso en las actividades de la gente. Si pensamos a la melancolía como un estado de creatividad y reflexión, un buen punto de partida sería retomar la visión situacionista y buscar una conciliación que permita volver a apropiarse de esos espacios ajenos, a la luz de la intuición, -cargada de memoria también- las necesidades cotidianas de los ciudadanos, y las tradiciones que devienen en arraigo. La melancolía puede llevarnos a una ciudad más fenomenológica que nos rescate del hastío de sus redes estrictamente funcionales.
Referencias
Werner Boehner. “Melancholy and the City.” The Cornell Journal of Architecture 10. Spirits (sin fecha). Web. 15 May 2017.