Seguimos siendo los mismos espectadores del mítico Grand Café de París, que se levantaron de sus asientos creyendo que los iba a arrollar el tren
Ya lo sé, de seguro estás leyendo esto porque piensas que se trata de política, el matrimonio Peña-Rivera o sobre créditos hipotecarios; pero no. Este artículo va sobre otra clase de mentiras. Esto va sobre el cine.
Ante el terror inmenso de tener delante una página en blanco (casi al punto de la locura Jackniana tipo El Resplandor) pienso, por qué me gusta tanto el cine: porque creo que las palabras no son nunca suficientes.
Pido una disculpa anticipada a mis colegas letreros y todos aquellos cuya labor tenga algo que ver con las palabras; el cine también tiene que ver, y mucho, con las letras. A mí misma me encanta escribir, creo en el poder de las palabras, pero hay algo en ellas que no me satisface por completo.
“El cine es una bonita forma de vivir una mentira y hacerla parecer real”, escuché decir en una entrevista a Emma Suárez. Es cierto. El cine es el arte que mejor imita a la vida, e incluso algunas veces la supera. Cada película es un microcosmos, un planeta existente sólo para sus creadores y espectadores, que sobrevive en una galaxia hiperpoblada de materiales audiovisuales, entre polvos cósmicos y basura intergaláctica rondando por ahí, en la salita comercial del mall de moda.
No se han inventado las palabras para describir la sensación que me da al salir de la oscuridad de una sala de cine y creer que lo puedo hacer todo, saborear los rastrojos de ese mundo, como cuando terminas de saborear un buen vino. Una buena película te puede dejar marca para toda la vida. Pero al final siempre es eso: nada más que una imitación, el sueño de la vida en el que gracias al montaje se evitan los momentos aburridos, y no queda nada más que lo esencial de vivir, una escultura cuasi perfecta del tiempo pulida en el tiempo mismo.
Seguimos siendo los mismos espectadores del mítico Grand Café de París, que se levantaron de sus asientos creyendo que los iba a arrollar el tren tras proyectarse la primera función pública del cinematógrafo. Reímos, lloramos, amamos y nos asustamos durante los noventa minutos de proyección, el tiempo en el que volvemos a ser ese niño que necesita que le cuenten una historia para poder dormir. Creemos en las mentiras, nos encanta que nos cuenten mentiras vestidas de verdad. Cierta cineasta dijo un día que con ver una película al día estaba tranquila, ya había experimentado todas las emociones que necesitaba para sentirse viva. Si el espectador de cine es una persona insatisfecha que busca llenar su realidad con algo que se le parezca; pobre de los que se dedican o que pretendemos dedicarnos a hacer cine, sólo un verdadero loco se podría meter a esta industria. El cine es el mejor de los manicomios, y la mejor terapia.
Pobres de los hermanos Lumière, que predijeron el nulo futuro de su invento. Nunca hubieran creído que a más de 120 años de su primera proyección, el cine está más vivo que nunca; aunque por el día de hoy, sea sólo mediante palabras.