El escritor, el cocinero, el religioso son proveedores sofisticados para los instintos básicos del ser humano
Alonso Cueto
Era una noche como casi cualquier otra, saliendo de trabajar existe un punto de reunión obligatorio. El bar está en el centro de la ciudad de Aguascalientes, su nombre es un tributo a una banda mítica de los sesentas, y desde hace ya cinco años es una tradición que las pláticas más polémicas tengan origen en sus sillones para cuatro personas. Yo estaba bebiendo de mi Victoria mientras escuchaba “Crackle” de Bauhaus. Todo parecía estar bien en nuestra mesa hasta que alguien que se encontraba a un lado mío decidió hacer una pregunta general.
-Nunca se lo han cuestionado, ¿por qué razón los escritores escriben?
La voz era de una cara desconocida para mí, y por más risa que generó en la gente que se encontraba a mi alrededor, la pregunta era bien intencionada. Su evidente estado de alcoholismo al parecer no le había quitado la coherencia. Los empleados del establecimiento hicieron que termináramos nuestras bebidas, la cortina del lugar cayó en nuestras espaldas y nos despedimos alegremente con la camaradería que nace al tomar por más de dos horas con alguien.
Al día siguiente al despertar volvió a sonar en mi cabeza aquella pregunta. ¿Por qué los escritores escriben? Me resultaba difícil encontrar la respuesta, sobre todo por el estado somnoliento en el que me encontraba. Siempre he pensado que escribir para después publicar es un acto ególatra, aunque eso no respondía la pregunta de aquel extraño. Me levanté después de unos minutos de mi cama y la pregunta seguía ahí, intacta, acechando. Me enjuagué la cara y la boca. Vivimos en un mundo relator, no hay duda de eso, nuestros antepasados, incluso antes de poder publicar, ya contaban historias. ¿Por qué? Mientras salía del baño recordé la historia que inventé mientras iba en el taxi, le dije que era alguien casado, venía de engañar a mi esposa y no sentía culpa, él me escuchó con atención, me confesó que hace algunos años también engañaba a su esposa. Al mentirle traspasaba mi piel a un personaje y veía más allá de mis ojos, la imaginación entonces tomó forma física, no lo hice en un acto de maldad –pensé mientras me dirigía a la cocina- sino como una necesidad, por lo tanto podía traducirlo como algo instintivo. Si ese automatismo fuera general en el ser humano, la necesidad de historias sería algo obligatorio. Después de calentar agua y servir mi primer taza de café recordé algo que dijo el escritor peruano Alonso Cueto: El escritor, el cocinero, el religioso son proveedores sofisticados para los instintos básicos del ser humano. Mi computadora se encontraba a unos pasos, al abrirla vi que había dejado una historia a medio terminar, era pésima, borré todo y dejé la hoja en blanco. El acto de escribir es un acto sumamente solitario –pensaba, aún tenía la pregunta de anoche como un perro que te sigue a todas partes- , uno escribe desde sus propias obsesiones. Comencé a presionar las teclas y vi cómo esa hoja en blanco se fue llenando con palabras. Si pudieras estar haciendo algo más en este momento, ¿lo harías?, mi respuesta a aquella idea fue inmediata, y al menos de que se tratara de algo sumamente extraordinario había un no tajante en mi cabeza. De repente tuve la solución a la duda que mi compañero de copas había tenido una noche antes: escribimos porque no queremos/podemos hacer otra cosa. Puede que sea una respuesta bastante básica, pero al menos ese día me dio suficiente paz como para seguir haciendo lo que no quiero/puedo dejar de hacer.