La historia probablemente esté viviendo su momento más pacífico en números, pero nunca antes los seres humanos habíamos sido tan tibios.

 

Se dice que el mundo actualmente es menos violento que antes. Si este hecho es argumentado por la cantidad de muertes al año a causa de guerras versus la esperanza de vida a nivel mundial, claramente las cifras lo respaldan.

Asimismo, según el liberalismo, las democracias no se hacen la guerra entre sí. Y en efecto, actualmente hay más democracias y menos guerras de las que habían habido en siglos pasados. Hacer una guerra entre Estados hoy día, no sólo es costosa sino poco viable por la destrucción mutua asegurada que se desplegaría al momento de querer iniciarla.  

A pesar de lo anterior, hace apenas 100 años del término de la primera gran guerra, y desde entonces, la palabra “violencia” ha encabezado la mayoría de los sucesos internacionales.

Después de la Segunda Guerra Mundial, llegaron al mundo los conflictos por la bipolaridad global y el peligro constante de la destrucción masiva a consecuencia de las armas nucleares, posterior a eso, el narcotráfico. Años después, en el 2001, la historia tuvo un nuevo parteaguas con los ataques de Nueva York. Actualmente, los límites de la violencia se quebrantaron cuando cualquier persona con acceso a un arma se volvió capaz de perpetrar una masacre sin motivo aparente y de forma indiscriminada.

Todo lo anterior ha existido – y co-existido –desde siempre:  Guerras interestatales y civiles, tráfico ilegal de drogas y sus terribles consecuencias, kamikazes, matanzas en nombre de Alá y civiles con fácil acceso a un revolver. Todo ha estado siempre ahí.

Son los motivos que llevan a los autores de estos actos, pero sobre todo la tibieza de las personas ante tales eventos, lo que hace de la violencia de hoy –aunque ya no en la misma cantidad– un fenómeno mucho más grave de lo que era hace unos siglos.

Años atrás, derramar sangre en nombre de un territorio era un requisito para la creación y supervivencia de las naciones. Esto se explica con un término que, en las Relaciones Internacionales, le llamamos “Enemigo Común Externo”,  alguien o algo que amenaza a un grupo de personas a las que las une una cierta característica.

Dichas personas pueden tener conflictos entre sí, o ni siquiera llegar a conocerse, pero en el momento en que alguien diferente a ellos amenaza su integridad, éstas se unirán para eliminarlo. Independientemente de que lo logren o no, el suceso generará cohesión y, en el caso de las naciones, las formará o las fortalecerá.

De aquí que muchos catedráticos, políticos, militares e incluso civiles, defiendan la existencia de las guerras.

No obstante, no debemos olvidar que las guerras tienen un motivo y un objetivo en particular, además de un tiempo y un espacio determinado y planeado. Una guerra es un enfrentamiento, si no entre iguales, sí entre dos partes preparadas para luchar y defenderse. En una guerra hay reglas, que, si bien no siempre son cumplidas al pie de la letra, sirven para cuidar de los menos favorecidos.

Pero no hay igualdad de condiciones cuando el simple hecho de encontrarte en el lugar y momento equivocado, puede costarte la vida. Cualquier consecuencia positiva que podría generar un enfrentamiento violento se pierde cuando el objetivo de los perpetradores de éste, se convierte en el simple hecho de matar porque sí.  

El factor de cohesión que genera un enemigo común externo, expira cuando los ataques – terroristas o no – se vuelven pan de cada día y las personas alrededor del mundo comienzan a acostumbrarse a ellos.

En México y Latinoamérica lo padecimos antes que en muchos lugares. La desorbitante cantidad de muertes ocasionadas por el narcotráfico hicieron que, en un principio, nos escandalizáramos, pero conforme esto se hizo cada vez más común, llegamos a un punto en donde ya no nos estremecemos ni por las aberrantes maneras que tiene el narco de asesinar a gente inocente. Lo mismo sucedió con los asesinatos a periodistas que sólo defendían su libertad de expresión.

La historia probablemente esté viviendo su momento más pacífico en números, pero nunca antes los seres humanos habíamos sido tan tibios.

Paris, Manchester, Bruselas, Londres, Niza, Munich, Berlin, Nueva York, Las Vegas y Texas. En menos de un lustro, las reacciones internacionales sobre atentados terroristas y masacres con armas de fuego, han disminuido al punto de la indiferencia. Las respuestas de los gobiernos pasaron de reforzar las medidas de seguridad a monitorear las situaciones vía redes sociales.

Lo contrario a la indiferencia no es dejarse tumbar a consecuencia de los de los ataques, pero tampoco lo es continuar con nuestra cotidianeidad, ignorando que existe un grave problema de violencia a escala global. Y mucho menos lo es, conformarse con pensar que el mundo es menos violento que antes.

Si un enemigo común externo pierde su función de cohesionar a la sociedad, y por el contrario, ésta lo convierte en el nuevo “normal” ¿Seremos capaces de reconocer futuras amenazas? O peor aún, si todo lo que está pasando no es capaz de unirnos, ¿Qué sí lo será?