El arquitecto viaja y, cuando regresa, construye para sí una idea de lo local, que se distancia de lo habitual.

Los viajes son importantes en la disciplina de los arquitectos. En ellos, el destino siempre modifica el origen, o la forma de percibirlo. Nadie regresa de un viaje con las manos vacías en cuanto a experiencias, perspectivas o conocimiento, y es que en el viaje siempre aguarda lo extraño, lo nuevo a los ojos de quien está por aprehenderlo. En los viajes de los arquitectos lo extraño es importante, pues la forma en que se apropian de ello, repercute en su forma de responder espacialmente en una obra arquitectónica, ya sea ahí, o en otro sitio, o en otro tiempo. Digamos que un viaje imprime formas en la memoria de los arquitectos, sin saber exactamente cómo y cuándo serán herramientas de diseño.

Cuando digo que los viajes son importantes, hablo de cualquier distancia. No se necesita montarse en un avión para considerar que se ha hecho un viaje que vale la pena. Lo que a mi parecer define un viaje útil para el hacer de un arquitecto, es que lo extraño se haga presente frente a lo cotidiano. Y lo extraño se puede encontrar en la ciudad que habitemos, quizá en algún barrio que nunca antes hayamos visitado, o, aunque ya lo conociéramos, al revisitarlo con ojos distintos, buscando algo que no buscábamos antes. El viaje para un arquitecto no solamente le deja formas nuevas, sino que cambia su forma de ver lo que antes era cotidiano o lo que antes daba por sentado. El arquitecto viaja y, cuando regresa, construye para sí una idea de lo local, que se distancia de lo habitual. Lo local está inmerso en lo cotidiano, pero es mediante el viaje que éste se hace presente a los ojos del arquitecto, y posteriormente emerge a través de su obra.

Hoy en día, a pesar del discurso global que permea en diferentes gremios, incluyendo al de la arquitectura, sigue privilegiándose el papel de lo local. Se invita a arquitectos extranjeros a diseñar en distintos países, esperando que su respuesta sea una aproximación vernácula, y a pesar de lo contradictorio que esto puede sonar, este esquema funciona por la cercana relación entre lo local y el viajero. También funciona porque la idea de un arquitecto local es contradictoria. Uno de los primeros arquitectos de los que se tiene documentada obra edilicia, Dédalo, tomó referencias de sus viajes a Egipto para su arquitectura que hoy conocemos como la base de la arquitectura griega, y a su vez, la base de la tradición arquitectónica occidental. La arquitectura griega se emplazó en su sitio después de una historia de migración y viaje de su pueblo. Naturalmente, esta arquitectura está cargada de elementos vistos en otros lugares pero, al edificarse, modificó su entorno (antes cotidiano) para erigir uno nuevo que al paso del tiempo adquiere el carácter de cotidiano. De modo que sin el viaje o el carácter viajero del arquitecto, lo cotidiano no surge, ni permite que lo local se haga presente. Con el simple hecho de mantenerse atento hacia los detalles de los lugares que frecuenta –que es una actitud aprendida en la profesión-, ya tiene una mirada que se aparta de lo cotidiano y emprende un viaje que busca lo extraño, lo que no había visto antes.

En un artículo que lleva por nombre “El mito de lo local”, Mark Wigley dice sobre la arquitectura lo siguiente: La arquitectura es arquitectura sólo en tanto que excede lo local, produciendo, por así decirlo, la idea de lo local en el mismo momento en que lo deja atrás (Wigley, 2011). En este movimiento, las formas extranjeras impresas en la memoria del arquitecto, se vuelven herramientas de diseño para que por medio del contraste, haga emerger lo local. Esta es una de las razones por las que los arquitectos bocetan o toman fotografías incansables de la misma toma, o del mismo detalle de un edificio. Es una manera de apropiarse de él y hacerlo parte de un vocabulario que después llevará a otros contextos. El viaje da al arquitecto noción de lugar, y una vez que ésta se interioriza, puede ser materializada.

Un ejemplo utilizado por Wigley, que me parece que ilustra bien esta idea de lo extranjero resaltando lo local, es la Ópera de Sídney del arquitecto Jorn Utzon. Este edificio tiene como referencia las pirámides mexicanas, específicamente mayas, que maravillaron al arquitecto cuando visitó la península de Yucatán. De ese viaje, capturó el vocabulario de las plataformas, a partir de ellas conjugó las cubiertas curvas que realzan la condición de constante movimiento del mar, que es su entorno inmediato. Las plataformas contrastan con las cubiertas, las realzan y éstas a su vez traen delante la belleza de su entorno natural. Este edificio surgió transformando su entorno, y aunque en su momento se distanció de él, hoy ya es parte del tejido de lo cotidiano.

En las escuelas de arquitectura nos hablan mucho de la importancia de viajar, pero esto casi siempre se lo atribuyen a que es importante que el arquitecto tenga cultura general, que conozca formas de otras partes del mundo. Lo que no dicen, y creo que es lo más importante, es que el viaje otorga al arquitecto las palabras básicas de un lenguaje con el que va a transformar su entorno de manera consciente. Viajar es, a mis ojos, el equivalente a leer para el lenguaje del arquitecto -también lean.

Imagen 1: David Roberts, View of the Island of Philae with Isis Temple and Trajan’s Kiosk, in the Nile, Nubia, 1838

Fotografía 1: Ópera de Sidney, por Joseolgon [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/)], via Wikimedia Commons