Se llegaba finalmente, tras cuatro años de viaje, a Mictlan, en donde Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, señores de la muerte, recibían las ofrendas del entierro del difunto y le otorgaban su anhelada recompensa: volverse uno con todo.

En 1529 fray Bernardino de Sahagún arribó, luego de una agotadora travesía marítima, al territorio de Nueva España. Oriundo de León, formado en la Universidad de Salamanca y misionero de la orden de San Francisco, el suyo era el perfil del humanista cristiano del siglo XVI. Sus primeros años en un continente nuevo debieron estar repletos de curiosidad, asombro y espanto. Esto debido a que el mundo corporal y espiritual de los nativos estaba lleno de prácticas y creencias paganas, de ideas desviadas que el demonio, aprovechando la poca presencia de Dios en el territorio, les había inculcado.

Como misionero se interesó por la lengua, los oficios, la historia, los rituales y las creencias de los indígenas con los que mantuvo contacto, a la par se dedicó a inculcarles la cultura europea y la fe cristiana. Su esforzada labor culminó con la obra que le llevó aproximadamente cuarenta años concluir: la Historia general de las cosas de la Nueva España. Trabajo que materializó la premisa de que, para lograr una verdadera evangelización de los indios, se requería primero conocerlos a fondo.

El acercamiento que realizó al mundo indígena fue siempre desde la perspectiva de una mentalidad católico-renacentista. Al traducir conceptos e ideas del náhuatl al castellano, muchos de ellos perdieron sus sentidos originales, y adquirieron otros que nunca habían tenido. Además de que toda la información que fue recabando tuvo que pasar por el filtro de la moral cristiana.

El apéndice al libro tercero de la Historia general describe todo lo relativo a los ritos y creencias en torno a la muerte que existían entre los mexicas. En él se menciona un particular viaje, el último para la mayoría de las vidas humanas, aquel que las almas de los muertos debían realizar para llegar a Mictlan.

Al morir, la comunidad a la que pertenecía el difunto realizaba una serie de rituales para despedir a su antiguo miembro y para ayudarle a llegar al último de sus destinos. El cuerpo sin vida era lavado, perfumado y adornado con armas, insignias, papeles y telas. Se le colocaba una piedra en la boca, el nivel de valía de ésta dependía del estatus de la persona, y se le cubría con mantas gruesas. Finalmente, al cuarto día de su fallecimiento, se pronunciaban discursos fúnebres y se realizaba una procesión desde su antigua casa hasta el lugar de su entierro.

Las almas que componían el cuerpo lo abandonaban y una de ellas emprendía el trabajoso viaje final, dirigiéndose al mundo inferior. Había que atravesar nueve niveles infraterrenales, cada uno con pruebas nada sencillas. En el primer nivel se requería de la ayuda del perro del difunto, puesto que había que cruzar el río que dividía el mundo de los vivos del inframundo y para ello sólo los perros estaban capacitados. Al reconocer a su dueño el animal lo llevaba en su lomo para que llegara al otro lado del río y pudiera continuar su travesía.

Una vez sorteado el río, se llegaba a un lugar en el que dos cerros colisionan entre sí de manera constante. El muerto debía encontrar el tiempo exacto para pasar entre ellos sin ser aplastado. A continuación se atravesaba la región azotada por vientos filosos como puntas de navaja para llegar a un paraje eternamente nevado compuesto por ocho colinas, las gruesas mantas con las que fue enterrado le servían para sobrevivir al implacable frío.

El siguiente desafío consistía en cruzar la zona de vendavales que hacían que el cuerpo se moviera de manera violenta de un lado al otro, como bandera, para así llegar al camino de las flechas lanzadas por manos invisibles. Superadas las flechas se arribaba al hogar de las bestias devoradoras de corazones, a ellas había que entregarles la piedra preciosa del entierro a manera de sustituto del propio corazón.

En los lares finales del viaje el muerto debía cruzar las hondas aguas del río nueve, resguardadas por la lagartija gigante Xochitónal. Se llegaba finalmente, tras cuatro años de viaje, a Mictlan, en donde Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, señores de la muerte, recibían las ofrendas del entierro del difunto y le otorgaban su anhelada recompensa: volverse uno con todo.

Es gracias a la curiosidad auténtica y al trabajo de sistematización de fray Bernardino de Sahagún, que ciertamente atendieron a propósitos evangelizadores, que hoy en día conservamos buena parte de la mentalidad mortuoria de los mexicas del siglo XVI. Para él, Mictlan era la versión india del infierno cristiano. Es el trabajo del historiador abordar su texto de manera crítica y detectar dónde está la parte hispana-católica y dónde la parte indígena. Con respecto del viaje a Mictlan, cada desafío cumplía, en la mentalidad mexica, la función de liberar al alma de la individualidad del muerto para así devolverla al ciclo cósmico de la vida, ya sin rastro de su existencia anterior. Una noción de muerte que fue real y de cuya existencia quedan solamente algunas leyendas y dichos en la memoria colectiva, pero que, al ser recuperadas, nos llevan a cuestionarnos si nosotros tenemos una noción tan elaborada de la muerte.

Referencias

Sahagún, Bernardino de, Historia general de las cosas de Nueva España, 3ª edición, 3 v., estudio introductorio, paleografía, glosario y notas de Alfredo López Austin y Josefina García Quintana, México, Conaculta, 2000, (Cien de México), v. I

Fotografía 1: Por Thelmadatter [CC BY-SA 3.0 (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0) or GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)], from Wikimedia Commons

Imagen 1: Los nueve niveles del Inframundo, Códice Vaticano A, folio 2r