En incontables casos el miedo habita en las máscaras más convincentes

Reacción fisiológica adaptativa ante amenazas del medio, emoción primaria, angustia, ansiedad, inseguridad… el miedo ha sido definido desde un amplio y diverso abanico de perspectivas, algunas más sólidas y aceptadas que otras, pero de lo que no existe duda es que ha sido experimentado por cada uno de nosotros en distintas formas y momentos de la vida. El miedo por sí mismo es un apoyo que, como organismos vivos, tenemos para hacernos saber que los estímulos ambientales podrían vulnerarnos. Ante ello se reacciona y se vuelve a una fase de calma y estabilidad. Al menos así debería ser.

Pero como falibles y mundanos seres humanos, lo que debería ser es casi imposible de verse aplicado en nuestro andar por la vida. Eventualmente, los miedos sanos como evitar acercarse al fuego para no quemarnos, o no ver al suelo desde un alto edificio porque desata angustia, se pueden convertir en pensamientos irracionales que desencadenan otro tipo de ellos, tanto frustrantes como dañinos: miedo a no pertenecer, a no tener el automóvil del año, a no poder comprar ropa de marcas prestigiadas, a no encajar con el grupo de referencia al que aspiramos ser, a no parecernos a quienes nos dicen, a no decir lo que es correcto, al qué dirán, por mencionar algunos. Una sucesión dañina de miedos e inseguridades que, de no ser identificados y atendidos, pueden, y han dejado a muchas personas en una espiral de ansiedad y depresión con finales atroces.

Hay también otro tipo de miedos, esos que ya no afectan únicamente a la persona que los posee, sino que, como bomba atómica, genera una onda expansiva que arrasa con aquello y aquellos que se encuentran alrededor. Por ejemplo, miedo a lo diferente. ¿Le suena familiar, estimado lector, el encabezado de una noticia en que una persona se hace estallar en medio de un grupo que practicaba creencias diferentes a las de ésta? Así es, esa intolerancia y odio extremo nacieron desde la más primitva emoción: el miedo.

Es importante comentar que, en incontables casos, el miedo habita en las máscaras más convincentes: en el chico golpeador del salón de clases que, para ocultar los motivos que lo generan, se da a la misión de agredir a sus pares, en el jefe autoritario que no sabe lidiar con opiniones distintas a la suya y a quedar expuesto, en el profesor que nunca permite refutar sus empolvados argumentos, o en el narcotraficante que está aterrado a volver a la vida de pobreza que lo hicieron tomar el camino fácil para escapar de ella.

No se diga de las incontables muertes indiscriminadas que puede ordenar desde la comodidad de su escritorio un dictador, presidente, primer ministro, canciller (o el título que sea de su agrado) para demostrar su poderío e infundir terror en sus representados. ¿La causa? Miedo. A perder el control, el poder, el estatus, la influencia. Miedo, simple y llanamente.

Como sociedad mexicana, en conjunto, tenemos miedo. De nuestros gobernantes, de nuestras fuerzas del orden, de nuestros políticos, de nuestros vecinos, de nuestros familiares, de nosotros mismos. Tenemos tan en alto la guardia que nos nos damos cuenta que en ocasiones nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos, siendo víctimas de nuestros incompatibles e irracionales pensamientos profundamente arraigados.